S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

Entró muy bravo, pero en el fondo estaba muerto de miedo como casi todo el mundo que entra por primera vez. No es mala persona en absoluto, un chaval de barrio, hijo del proletariado emigrante y con pocas oportunidades en la vida (procuraba divertirme todo lo que podía, qué otra cosa iba a hacer, me habían dejado las sobras de todo y encima querían que trabajara como un animal tan sólo para poder sobrevivir ¡No! Me negaba a pasar así por la vida). Le costó hacerse a esto, vaya si le costó, creo que todavía no se ha acostumbrado del todo, y esa puede ser una de las causas que le han llevado a esto de ahora, a su deslizarse silencioso, a su desconexión casi absoluta con lo que le rodea (estaba empezado a tener algo, una vida, mi casa, mi coche, dinero en el bolsillo, mujeres las que quería, me divertía ¡y en plena juventud! Y van y me encierran entre cuatro paredes con un montón de desconocidos, a soportar un infierno... No fui tan valiente). Al principio, curiosamente, parecía que lo conseguiría, aún le quedaba la rabia que luego le abandonó. Un día empezó con aquello del hachís y de los porros, con sus largas peroratas de incendiario neófito y ya todo fue a peor (¡pero sí tenía razón! ¿Por qué estaba encerrado? Por el hachís y los porros. Si no hubiera tocado nunca un porro no hubiera terminado vendiendo hachís y no habría acabado donde acabé). Como al poco de entrar llegó el verano, solía venir con nosotros a la piscina. Nos tumbábamos sobre el césped, tomábamos el sol para secarnos tras nadar un rato, nos fumábamos unos porros y nos bebíamos unas cervezas, sin alcohol por supuesto. Contaba anécdotas de su pasado, sus aventuras, y nos reíamos con muchos de sus episodios. Se le veía alegre, como si el sol le hubiera devuelto la vida (era cerrar los ojos, sentir el calor del sol y desaparecer todo a mi alrededor. Ya no estaba ahí, podía de hecho estar en cualquier lugar que deseara porque iba a sentir lo mismo. Durante unos minutos conseguía no estar encerrado). Al llegar el otoño comenzó a decaer, todavía lentamente, pero ya eran pocas las veces que se le veía sonreír. Para diciembre ya tenía esa cara que, aún con ligeros cambios, perdura hasta hoy: los ojos hundidos, el gesto único, la mirada perdida, lejos, en sí mismo (me quitaron lo único que me quedaba, el calor, el sol, la luz brillante, la alegría a mi alrededor, y cayó sobre mí la tristeza del cielo siempre gris. Empezaba a no poder más, a ver que había llegado a un punto donde lo que me rodeaba comenzaba a vencerme). Las Navidades fueron un detonante por alguna razón de su vida personal, de la que casi nunca hablaba. Por eso no sabemos la verdadera razón, pero el caso fue que empezó a radicalizarse en sus delirios contra el hachís, que nos cabreaba a todos, y si lo aguantamos se debió a que empezó a tener ausencias, momentos en los que no veía ni oía nada, y eso nos preocupaba (la familia era lo único que en el exterior tenía importancia para mí. Por muchos problemas que tuviera siempre podía recurrir a ella, siempre estaba ahí, fiel. Soy creyente, tiene que existir un Dios y creo que ese Dios es Cristo. Es una fecha para estar con la familia, celebrar la dicha de que ha nacido el Señor. Y fue ese maldito hachís el que me separó de mi familia, el que me impidió pasar con ellos esas Navidades y el que me ha hecho sentir tanto dolor. En cuanto a las ausencias, lo siento, pero no recuerdo bien...). Todo acabó con el roscón de Reyes que nos dieron una mañana para desayunar, significaba el final de las fiestas y sumirse en el largo invierno. Una tarde a finales de enero se sentó en un banco con un cuaderno entre las manos, se puso a mirar la tapa como si allí estuviera la clave de todo y ya no se movió. Unas veces reía y otras veces lloraba, pero la mayor parte del tiempo la pasaba con una actitud neutra y con la mirada más vacía que he visto jamás. Terminamos por decírselo a los guardias; en principio no nos gustaba la idea, pero no hablaba, no escuchaba, nosotros ya no podíamos hacer nada. Al tercer día clavado en el banco, con el cuaderno en la mano y más perdido que nunca vinieron los de enfermería y se lo llevaron. Durante un tiempo no supimos nada de él, pero terminó por mandarnos una carta de dos líneas en la que decía que ya se encontraba mejor, pero que el sitio era muy malo y nadie le daba tabaco, que le mandáramos un paquete. Desde entonces procurábamos hacerle llegar cigarrillos, chocolate o dulces, cosas que le gustaban, con cierta asiduidad por mediación de un compañero que estaba destinado allí. Por él sabíamos de su estado, de las pequeñas novedades de su vida, manteniéndonos en contacto con él. Un día apareció muy sonriente en el módulo, se limitó a decir "ya estoy aquí" a todos nosotros y a darnos la mano. Fue la última vez que lo vi sonreír. Su aspecto, por el contrario, no era malo, parecía más centrado, más despierto. Por las mañanas bajaba perdido, pero recogía la medicación, se tomaba todas las pastillas que le habían recetado y ya se encontraba más relajado. Tras desayunar se tumbaba sobre los bancos de la sala y dormía casi toda la mañana, para tras despertar darse un paseíto buscando a alguien para pedirle un cigarrillo. Es una de las cosas que más le gustan, fumarse un cigarrito. El resto del tiempo era deambular de un lado a otro con los brazos caídos, lacios, la mirada perdida, casi un vegetal que cruza la sala en ambas direcciones. Sin embargo, el primer día que hizo menos frío volvió a coger su cuaderno, a sentarse precisamente en ese banco del patio y ponerse a reír, a llorar, a hablar solo, a estar fuera del mundo, igual que la otra vez. Regresaron los de enfermería y todo volvió a ser como antes, no teníamos demasiadas esperanzas, no es el primero que conocemos, pero tampoco era cuestión de dejarlo solo. Tardó mucho más en regresar al módulo, aunque entró como en la anterior ocasión, sólo que ya no traía ninguna sonrisa. La rutina se inició al día siguiente: el sueñecito, los paseos solitarios sin comunicarse con nadie, perdido en su propio mundo. O quizá tan sólo drogado por las pastillas. Se le ve ingerir bastantes, será que le han aumentado la medicación, pero por lo menos no ha vuelto a su banco en el patio, ni a llevar en sus manos su cuaderno mágico. Ese tipo de episodios pasaron, ya no ríe ni llora, ya no perece sufrir. Ni vivir tampoco. Es un yatrogénico, duerme, come, fuma, pasea, lo suficiente para que su cuerpo pueda seguir aquí dentro.