Antonio Palma
Entró muy
bravo, pero en el fondo estaba muerto de miedo como casi todo el mundo
que entra por primera vez. No es mala persona en absoluto, un chaval de
barrio, hijo del proletariado emigrante y con pocas oportunidades en la
vida (procuraba divertirme todo lo que podía, qué otra cosa iba a
hacer, me habían dejado las sobras de todo y encima querían que
trabajara como un animal tan sólo para poder sobrevivir ¡No! Me negaba
a pasar así por la vida). Le costó hacerse a esto, vaya si le costó,
creo que todavía no se ha acostumbrado del todo, y esa puede ser una de
las causas que le han llevado a esto de ahora, a su deslizarse
silencioso, a su desconexión casi absoluta con lo que le rodea (estaba
empezado a tener algo, una vida, mi casa, mi coche, dinero en el
bolsillo, mujeres las que quería, me divertía ¡y en plena juventud! Y
van y me encierran entre cuatro paredes con un montón de desconocidos,
a soportar un infierno... No fui tan valiente). Al principio,
curiosamente, parecía que lo conseguiría, aún le quedaba la rabia que
luego le abandonó. Un día empezó con aquello del hachís y de los
porros, con sus largas peroratas de incendiario neófito y ya todo fue a
peor (¡pero sí tenía razón! ¿Por qué estaba encerrado? Por el hachís
y los porros. Si no hubiera tocado nunca un porro no hubiera terminado
vendiendo hachís y no habría acabado donde acabé). Como al poco de
entrar llegó el verano, solía venir con nosotros a la piscina. Nos
tumbábamos sobre el césped, tomábamos el sol para secarnos tras nadar
un rato, nos fumábamos unos porros y nos bebíamos unas cervezas, sin
alcohol por supuesto. Contaba anécdotas de su pasado, sus aventuras, y
nos reíamos con muchos de sus episodios. Se le veía alegre, como si el
sol le hubiera devuelto la vida (era cerrar los ojos, sentir el calor
del sol y desaparecer todo a mi alrededor. Ya no estaba ahí, podía de
hecho estar en cualquier lugar que deseara porque iba a sentir lo mismo.
Durante unos minutos conseguía no estar encerrado). Al llegar el otoño
comenzó a decaer, todavía lentamente, pero ya eran pocas las veces que
se le veía sonreír. Para diciembre ya tenía esa cara que, aún con
ligeros cambios, perdura hasta hoy: los ojos hundidos, el gesto único,
la mirada perdida, lejos, en sí mismo (me quitaron lo único que me
quedaba, el calor, el sol, la luz brillante, la alegría a mi alrededor,
y cayó sobre mí la tristeza del cielo siempre gris. Empezaba a no
poder más, a ver que había llegado a un punto donde lo que me rodeaba
comenzaba a vencerme). Las Navidades fueron un detonante por alguna razón
de su vida personal, de la que casi nunca hablaba. Por eso no sabemos la
verdadera razón, pero el caso fue que empezó a radicalizarse en sus
delirios contra el hachís, que nos cabreaba a todos, y si lo aguantamos
se debió a que empezó a tener ausencias, momentos en los que no veía
ni oía nada, y eso nos preocupaba (la familia era lo único que en el
exterior tenía importancia para mí. Por muchos problemas que tuviera
siempre podía recurrir a ella, siempre estaba ahí, fiel. Soy creyente,
tiene que existir un Dios y creo que ese Dios es Cristo. Es una fecha
para estar con la familia, celebrar la dicha de que ha nacido el Señor.
Y fue ese maldito hachís el que me separó de mi familia, el que me
impidió pasar con ellos esas Navidades y el que me ha hecho sentir
tanto dolor. En cuanto a las ausencias, lo siento, pero no recuerdo
bien...). Todo acabó con el roscón de Reyes que nos dieron una mañana
para desayunar, significaba el final de las fiestas y sumirse en el
largo invierno. Una tarde a finales de enero se sentó en un banco con
un cuaderno entre las manos, se puso a mirar la tapa como si allí
estuviera la clave de todo y ya no se movió. Unas veces reía y otras
veces lloraba, pero la mayor parte del tiempo la pasaba con una actitud
neutra y con la mirada más vacía que he visto jamás. Terminamos por
decírselo a los guardias; en principio no nos gustaba la idea, pero no
hablaba, no escuchaba, nosotros ya no podíamos hacer nada. Al tercer día
clavado en el banco, con el cuaderno en la mano y más perdido que nunca
vinieron los de enfermería y se lo llevaron. Durante un tiempo no
supimos nada de él, pero terminó por mandarnos una carta de dos líneas
en la que decía que ya se encontraba mejor, pero que el sitio era muy
malo y nadie le daba tabaco, que le mandáramos un paquete. Desde
entonces procurábamos hacerle llegar cigarrillos, chocolate o dulces,
cosas que le gustaban, con cierta asiduidad por mediación de un compañero
que estaba destinado allí. Por él sabíamos de su estado, de las pequeñas
novedades de su vida, manteniéndonos en contacto con él. Un día
apareció muy sonriente en el módulo, se limitó a decir "ya estoy
aquí" a todos nosotros y a darnos la mano. Fue la última vez que
lo vi sonreír. Su aspecto, por el contrario, no era malo, parecía más
centrado, más despierto. Por las mañanas bajaba perdido, pero recogía
la medicación, se tomaba todas las pastillas que le habían recetado y
ya se encontraba más relajado. Tras desayunar se tumbaba sobre los
bancos de la sala y dormía casi toda la mañana, para tras despertar
darse un paseíto buscando a alguien para pedirle un cigarrillo. Es una
de las cosas que más le gustan, fumarse un cigarrito. El resto del
tiempo era deambular de un lado a otro con los brazos caídos, lacios,
la mirada perdida, casi un vegetal que cruza la sala en ambas
direcciones. Sin embargo, el primer día que hizo menos frío volvió a
coger su cuaderno, a sentarse precisamente en ese banco del patio y
ponerse a reír, a llorar, a hablar solo, a estar fuera del mundo, igual
que la otra vez. Regresaron los de enfermería y todo volvió a ser como
antes, no teníamos demasiadas esperanzas, no es el primero que
conocemos, pero tampoco era cuestión de dejarlo solo. Tardó mucho más
en regresar al módulo, aunque entró como en la anterior ocasión, sólo
que ya no traía ninguna sonrisa. La rutina se inició al día
siguiente: el sueñecito, los paseos solitarios sin comunicarse con
nadie, perdido en su propio mundo. O quizá tan sólo drogado por las
pastillas. Se le ve ingerir bastantes, será que le han aumentado la
medicación, pero por lo menos no ha vuelto a su banco en el patio, ni a
llevar en sus manos su cuaderno mágico. Ese tipo de episodios pasaron,
ya no ríe ni llora, ya no perece sufrir. Ni vivir tampoco. Es un yatrogénico,
duerme, come, fuma, pasea, lo suficiente para que su cuerpo pueda seguir
aquí dentro. |