S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

Ríspida voz la que estalló en cuanto se abrieron las puertas automáticas: ¡Internos de talleres, reparto de medicamentos, se van a cerrar las celdas, repito, se van a cerrar las celdas! Todas las mañanas que estaba él empezaban así, con su ronca garganta tronando por todos los altavoces con las instrucciones del día, aunque siempre fueran las mismas: monotonía que casi nunca se rompía. No es que don Gaspar fuese mala persona, era sólo que deseaba ser el capitán del imaginario barco, pues no podía negar que le gustaba mandar y ese era el único lugar donde se lo permitían. En casa ni se le ocurría intentarlo, hacía mucho tiempo que había perdido la esperanza: su esposa se había vuelto obstinada y dominante, y ¿quién podría juzgarla por ello? Se casó ilusionada con un hombre con una fuerza y unos sueños que parecía que se iba a comer el mundo, que la vida se convertiría en algo que merece la pena ser disfrutado, para ir con el tiempo conformándose cada vez con más poco, para mostrarse tal como era: una persona débil, egoísta, profundamente mediocre. La mujer había asimilado su situación y aceptado su oscura vida, pero no podía evitar que un poso de resentimiento se le hubiera incrustado en lo más profundo de su alma, lo que no había podido sustraerse a transmitir a sus hijos. La mayor estaba en la universidad, por lo que el tiempo que pasaba en el domicilio se encerraba en su cuarto a estudiar, saliendo apenas para las comidas, pues era evidente que no le gustaba su casa, le producía una sensación extraña mezcla de desprecio y humillación. Sólo deseaba encontrar un trabajo, un apartamento y marcharse de allí definitivamente.. El pequeño era un caso aparte, había salido un golfo que lo único que le interesaba eran las chicas, las juergas y el alcohol (aunque tampoco le hacía ascos a una raya de vez en cuando), no paraba nunca por allí, a no ser que fuera a dormir, a ducharse y cambiarse de ropa o a comer a deshora, lo que envenenaba su madre, amiga del orden y la puntualidad en los horarios. No le preocupaba su familia en lo más mínimo, bueno, tenía que reconocer que a su hermana la apreciaba un poco, aunque una empollona no era mala persona y se enrollaba bien. Por eso, el ambiente que don Gaspar solía encontrar en su casa no era de lo más hogareño, siempre había cierta tensión flotando en el aire, como si una tormenta pudiera estallar en cualquier momento, por lo que no se le podía culpar si prefería estar en el bar próximo a su casa con sus amigos. Allí olvidaba las tensiones, olvidaba su familia y, sobre todo, su trabajo. No es que sintiera vergüenza, ni mucho menos, pero le recordaba la frustración que era su vida: él entró como funcionario de forma provisional, como una manera de poder vivir mientras se preparaba para lo que deseaba realmente, pero el tiempo fue pasando y con él la voluntad, olvidó sus sueños y perdió la fuerza necesaria para hacer que si vida fuera diferente. Terminó por aceptar que nada cambia, que todo sigue siendo la misma mierda. Entre sus amigos y frente a unas copas no había problemas y se podía anestesiar hasta que llegara el sueño, la calma y el final de un día más. Como se conocían todos desde hacía muchos años la confianza era absoluta, podía contar sus ideas abiertamente, sin tener que esconder el lugar donde éstas sucedían, y su sentido del humor era más que apreciado. Allí, mágicamente, su voz resultaba menos grave, incluso tenía cierta musicalidad inesperada, y se convertía con frecuencia en el centro de todas las miradas: era un reino minúsculo en un grano de arena, pero él era el monarca.

Sin embargo, con nosotros no se comportaba así. Con nosotros era frío y cortante, poniéndonos siempre a prueba no se sabía muy bien para qué, aunque luego, si la superabas, podías pedirle el favor que quisieras, que te lo haría siempre que estuviera en su mano. Lo normal es que anduviera siempre vigilante, pendiente de todo lo que sucedía entre las paredes donde nos encontrábamos encerrados. Su supervisión era necesaria para la más mínima cosa o el detalle más trivial: no se repartía la comida si él previamente no había dado su beneplácito y, por supuesto, después de inspeccionar el menú que iríamos a ingerir, y que no se te ocurriera intentar conseguir más pan o más postre o más de lo que fuera porque te encontrabas con su voz bronca retumbándote en los oídos. Si te acercabas por algún motivo a la cabina te miraba desde la superioridad de su altura física clavándote sus ojos verdes y su cara rojiza se contraía o relajaba dependiendo de su reacción ante las palabras: en cualquier caso, nunca sabías cómo podía reaccionar. En ocasiones se movía por el interior del módulo, lo que provocaba el recelo en todos nosotros, que nos poníamos en tensión, vigilantes a cada uno de sus movimientos. Si por casualidad pronunciaba tu nombre requiriendo tu presencia, acudías con la inseguridad clavada en el pecho, aunque la mayoría de las veces no pasara nada y se tratara tan sólo de cualquier asunto burocrático. Pero lo que más le gustaba a don Gaspar, después de hablar por los altavoces, era hacer los recuentos,  inspeccionar las celdas una a una viendo qué estábamos haciendo y golpear con una llave la puerta de acero para que se supiera bien claro que él estaba ahí. En fin, no es que fuera malo, tan sólo que nadie lo quería y eso lo había marcado definitivamente. Aunque no por ello perdía nunca su dignidad: cruzaba el patio con la espalda bien estirada, el pecho fuera y su prominente barriga que obscena se desbordaba por el cinturón con pasos cortos, medidos y fumando un cigarrillo que sujetaba con la mano izquierda a la altura de los hombros, componiendo una imagen que imponía respeto, aunque no por ello dejara de ser patética. Y aquella tarde no fue diferente, aunque hacía mucho calor. Recorríamos la extensión del patio por la zona que había sombra, intentando huir de la asfixiante temperatura cuando salió de la galería algo fatigado, su barba rala no tapaba su cara colorada, incluso demasiado colorada para él. Nosotros habíamos estado todo el día vagando de un lugar a otro en busca de un poco de frescor que nos aliviara del tórrido ambiente, y él permaneció todo el tiempo que pudo junto al aire acondicionado de la cabina. Por eso no nos extrañó cuando se llevó la mano al cuello de la camisa un par de veces intentando aflojarla, como buscando un aire que le era necesario, pero no lo consiguió porque comenzó a emitir unos gemidos roncos, entrecortados, que fueron paulatinamente subiendo de volumen hasta hacerse evidentes para todos y transformándose en una especie de chillido repelente más propio de cualquier infame animal. Uno fue especialmente estridente y largo, el último que dio antes de caer fulminado al suelo. Su pecho se agitó en espasmos descompasados mientras sus manos golpeaban contra el suelo blandamente, sin violencia. De su boca comenzó a manar una especie de salsa blancuzca y espesa, una baba que se deslizaba para cubrir su bigote y su barba y  dificultar más su ya agitada respiración. En un acto desesperado se arrancó los botones de la camisa, descubriendo un pecho fofo e hirsuto de vellos blancos, pero no le sirvió de nada, pues siguió agitándose en el suelo como una especie de pelele durante un buen rato, hasta que se le fueron las energías. Sin embargo, cuando parecía que todo llegaba a su fin, aún tuvo fuerzas para intentar levantarse, pero todo quedó en un gesto épico y completamente inútil, y terminó por desplomarse golpeando la cabeza contra el suelo con un sonido seco. Después ya no se volvió a mover, ni a oír tampoco. Quedó tirado en el suelo en mitad del patio con las manos estúpidamente agarradas a su cuello, la cara cubierta por los jugos de su propia descomposición, la ropa empapada en sudor y con un olor infecto. Alguno giró por curiosidad la cabeza en su dirección al cruzarse con el cuerpo, pero nadie cambió la dirección de sus pasos. Como una tarde cualquiera, nosotros seguimos paseando con toda tranquilidad.