Antonio Palma
En
medio de la oscuridad tan sólo rajada por la luz del proyector sintió
miedo. ¡No podía ser!. En un tamaño desproporcionado estaba contemplándose
así mismo. Por supuesto, no era su cara, ni tampoco su cuerpo, pero sí
esa rabia que lo invadía y que le hacía perder el control. No se tenía
por una mala persona: era trabajador, muy trabajador, y lo más
importante era su familia, su mujer, su pequeña Laura y Ramón, al que
quería mucho, aunque le diera continuos problemas. ¿Por qué tenía
que ser tan desordenado? ¿Por qué era tan desobediente? Él sólo quería
lo mejor para sus hijos, y Ramón estaba en esa maldita edad en que la
mayoría empiezan a pensar por sí mismos y el mundo les resulta algo
ajeno y fascinante. No le importaba que lo descubriera a su modo o con
sus amigos, pero siempre tenía que optar por lo más difícil y
peligroso. Le angustiaba la idea de que le ocurriese algo, de que algún
día lo llamaran al trabajo para decirle que había tenido un accidente
y se hallaba hospitalizado. Ese miedo le podía, era más fuerte que su
razón, y lo convertía en esa especie de pequeña bestia que sólo podía
actuar, levantar la mano y dejarla caer con fuerza sobre él, una, dos,
tantas veces hasta que la rabia desaparecía y en pleno desconcierto se
paralizaba, momento en el que Ramón huía entre llantos e insultos. Ahí
volvía a reaparecer, pero únicamente para descargarla contra la pared.
Y luego siempre lo mismo: su mujer le miraba como idiotizada, intentando
encontrar tras él al verdadero marido, desorientada por no saber cuál
era de los dos, el padre de familia solícito y juguetón, el esposo
tierno y comprensible o ese ser histérico, cobarde, violento. A ella
nunca le había pegado, pese a que más de una vez la amenazara con los
puños y tras cerrar instintivamente los ojos en espera del golpe
finalmente estallara en la puerta o en el mueble más próximo. Entonces
lloraba, un llanto silencioso que no provenía del miedo, sino de un
corazón roto. Al principio había intentado comprenderlo, hablar con él
para decirle que así no podía ser, que el dolor, la rabia, la
impotencia no se cura con más dolor, más rabia y más impotencia. Pero
hacía mucho tiempo que había perdido la esperanza, por lo que su papel
se reducía a ser la intermediaria, el escudo protector para que Ramón
huyera antes de que todo fuera peor. Eso, y a ocultar las marcas del
cuerpecito de su hijo para que nadie supiera, para que la infamia no
traspasara las puertas de su casa. Un intento vano, hay cosas que no se
pueden esconder. Aunque ella no lo supiera, su marido también se escondía para justificarse, para intentar dar explicación a algo que no la tenía, a llorar porque sé odiaba a sí mismo, aunque esto nunca sirviera para que la escena no se volviera a repetir. Lo cierto era que ocurría cada vez más a menudo, tanto que los vecinos, los profesores de Ramón, su círculo de amigos empezaron a tener los indicios suficientes para terminar averiguándolo. Las palabras, los consejos, las amenazas, no sirvieron de nada, no eran más que seres ajenos que se metían en lo que no les importaba. Creyó haber conseguido que no se inmiscuyeran más, pero un día la policía llegó a su casa. Ramón llevaba dos días desaparecido tras una paliza que fue especialmente violenta: gritos, puñetazos, patadas sobre un cuerpo aovillado intentando defenderse. Tuvo que ser su madre la que le sujetara para que dejara de golpear. Cuando los vio en la puerta, uniformados de azul, pensó que le traerían noticias del niño, algo que le tranquilizó pues a esas alturas se sentía realmente angustiado con la suerte de su hijo. Pero no fue así, le preguntaron cómo se llamaba, y, tras decir su nombre y sus apellidos, le comunicaron que estaba detenido acusado de malos tratos. La desazón se volvió dolor, y éste en rabia. ¿Cómo podía su mujer haberle traicionado de esa manera? ¡No podía entender nada de aquello! Desde entonces fue un fantasma, un ser que parecía no tener voluntad ni deseos rodeado de gente despreciable: drogadictos, ladrones, estafadores, asesinos. Él no pertenecía a ese mundo y nunca pertenecería. Sin embargo, ahora se veía así mismo en la pantalla, una fiera peligrosa que se ensaña con un niño, con alguien que no puede defenderse. Supo que era el padre, un cobarde que golpeaba a “el Bola” sin misericordia, y se odió. Pero al mismo tiempo tuvo miedo porque también se reconoció en el hijo: alguien indefenso rodeado de compañeros que gritaban insultos a la pantalla, ellos más humanos que él. Y es que todos sabían y no perdonarían. Su rostro se inundó de lágrimas, por un dolor que nacía de su propia maldad, de un pecado en el que casi no cabía el perdón. Por eso, cuando acabó la película y volvió con los demás al módulo no se escondió, se limitó a ir a un rincón alejado de las cámaras de vigilancia para recibir esos golpes que merecía, que deseaba para su propia expiación, si es que ésta era posible. No tardaron en llegar los ladrones, los estafadores, los drogadictos, le rodearon y empezaron a insultarle con saña, preguntándole si había visto aquello, y cómo había podido ser capaz. Tan sólo pudo mirarles con una expresión indefensa, la misma que mostraba el niño en la película antes de ser maltratado por su propio padre. Pero no hubo tal, los gritos se fueron espaciando hasta desaparecer, luego un silencio largo, denso. Habían comprendido que ese hombre ridículo, sólo valiente con un niño, estaba condenado y su penitencia, la peor de todas, la llevaba en el corazón. |