Antonio Palma
Fue que en casa del jubilado Martínez, y como casi
todas las mañanas, se inició una discusión entre éste y su esposa.
El motivo había sido trivial, pero a los diez minutos los gritos podían
oírse en todo el edificio y ya habían incluso olvidado por qué se había
iniciado la pelea. Como siempre, el soberbio gana y fue él quien levantó
más la voz, quien eligió las palabras más hirientes, quien menos se
preocupó del daño que éstas producían. Cuando se marchó dando un
sonoro portazo, Cecilia se sentó al borde de la cama y lloró en
silencio tapando con un pañuelo su cara por la vergüenza que sentía y
pensando que muchas veces su hogar era una trampa en la que hacía años
había caído. Mientras, el jubilado Martínez se fue a la sucursal del
banco a cobrar su pequeña pensión, que rondaba las cuarenta y cinco
mil pesetas, y a comprar algunas cosas que necesitaba de ferretería. La
chica de la ventanilla fue tan amable como todos los meses: le saludó,
le pidió el DNI y le preguntó cuánto deseaba retirar, y éste, como
todos los meses también, le dijo que veinticinco mil. Pero al otro
extremo de la oficina el Pocho
vigilaba a todos los clientes, y al ver al anciano supo que esa sería
su víctima: observó primero cuánto dinero sacaba y luego salió a la
calle con naturalidad, como si hubiese olvidado algo imprescindible. Se
situó en la acera contraria y encendió un cigarrillo no bien le embargó
la mezcla de emoción y miedo que siempre precedía a sus asaltos. El
jubilado Martínez no tardó mucho en salir y enfilar la calle en
dirección a la plaza: ¡buen camino, así sería más fácil! Le siguió
a pocos pasos y al dar la vuelta a la esquina y entrar en la callejuela
le abordó situándose enfrente de él y pidiéndole un cigarrillo. Le
contestó de muy malas maneras, pero se suavizó al ver la navaja en las
costillas, empezando una retahíla de ruegos que no se entendían porque
el miedo apenas si le dejaba farfullar. El Pocho
no dijo mucho, se limitó a registrar sus bolsillos con la mano que tenía
libre hasta que encontró el dinero y a apretar un poco más su arma
para que no gritara antes de ponerse a correr. Cerca de la plaza aminoró
el paso mezclándose con el resto de la gente y se encaminó
directamente a la boca del metro. El jubilado Martínez se había
derrumbado en el suelo, llorando con rabia no sólo por la pérdida de
un dinero que necesitaba, sino por cómo lo había perdido: ¡sólo era
un viejo y se sintió humillado!
El Pocho en
cambio se sentía feliz, con lo conseguido podría pagar lo que le debía
a Richy y aún le quedaría dinero para pillar tres gramos de heroína,
La parada no estaba muy lejos del poblado, por lo que no tuvo que andar
demasiado hasta la puerta de la chabola del camello al que solía ir. El
colega al verle lo primero que dijo fue que lo sentía, pero que no podía
fiarle más. Aquí el Pocho se mostró muy seguro de sí mismo y le contestó que
tranquilo, que traía viruta
suficiente para todo. Richy cambió de actitud en cuanto vio los
billetes y se dispuso a pesarle la cantidad que le pedía "del
mejor jaco del barrio, te lo
aseguro". Sacó la mercancía y una pequeña pesa digital y con la
punta de un cuchillo fue echando montoncitos en una bolsita de plástico
que antes había preparado. Se despidieron de lo más amigos y el Pocho
se fue para donde vendían papel de aluminio para fumarse un chino
ahí mismo, pues llevaba varias horas malo. Un tipo flaco al que no
conocía le ofreció de todo, llevándoselo un poco retirado, sin
embargo no tardó en dar el agua
de la policía y le dijo que se diera prisa y le siguiera, que aquel
sitio ya no era seguro. Le obedeció como un imbécil, por lo que fue
demasiado tarde para reaccionar cuando le sacó el hierro
y le obligó a entregarle todo lo que tenía: en un momento había
pasado de tener el día resuelto y ser feliz a no tener nada y sentirse
el hombre más desgraciado del mundo: ¡no era justo, él se lo había currado
para conseguir pasta para que un hijo de puta viniera ahora a quitársela!
Dani se guardó la pistola en los riñones y se
fue hasta la avenida a coger un taxi, quería desaparecer de allí lo
antes posible: nunca se sabe. Ya en su barrio se encaminó para la casa
sin detenerse a saludar a nadie, lo primero era deshacerse del arma y
ponerse un pico tranquilamente, sin prisas, pues ya no las tenía con el
pedazo de bolsa que le había quitado al pringao
ese. Pero a unos metros del portal dos hombres altos y con cara de pocos
amigos se fueron a por él y tras mostrarle unas chapas le dijeron que
quedaba detenido. Intentó zafarse y correr, por puro instinto, pero le
fue imposible, lo único que consiguió fue recibir un puñetazo en el
estómago después de un rodillazo en los cojones. Lo metieron en un
coche que apareció de repente y se lo llevaron de allí a toda
velocidad mientras veía a la gente del barrio observarle tras los
cristales del automóvil. Ya en la comisaría lo metieron en una celda
con otros tres tipos, a uno de los cuales conocía: saludó al Anguila
nada más verlo, esperando que supiera más de cómo iba toda aquella
mierda. Aunque lo recibió un poco hosco, se portó más amable al
ofrecerle un cigarrillo, diciéndole que no se preocupara, que estuviera
tranquilo y todo ese rollo que se suelta cuando ya estás acostumbrado a
una situación. No tardaron en sacarlo de la jaula y llevárselo para
las oficinas donde lo interrogaron a conciencia durante dos largas
horas. Al principio ni fueron muy chungos
con él, pero a medida que se obstinaba en negar lo evidente éstos
comenzaron a ponerse violentos y a soltarle golpes por todos lados,
hasta le amenazaron con un casco y un bate de béisbol, pero al final no
hizo falta. Cuando volvió molido por los golpes pero sin una marca en
el cuerpo al calabozo había confesado todos los atracos que le atribuían,
incluso alguno que no había cometido él, aunque era cierto que no le
acusaban de todos los que había dado. Sentía un odio tremendo por los monos,
no le habían dejado la más mínima dignidad, jugando con él como si
fuera un pelele, por lo que no pudo contener las lágrimas de rabia e
impotencia: también él había sido humillado. No tardó mucho en verse
por primera vez en prisión, rodeado de muros y de gente extraña a las
que parecía resultar indiferente. Sin embargo, a las pocas horas había
compañeros que se le habían acercado y le ponían al tanto de lo más
básico que hay que aprender cuando se entra en un sitio así. Uno fue
especialmente amable, enrollándose con él y gastando bromas que
terminaron por hacerle reír: Paco parecía buen chaval y confió en él,
por lo que le confesó que había tenido la precaución de empetarse
el caballo cuando lo pilló (no se atrevió a contarle que lo había
robado) y que no se lo habían colocado ni en la gobi
ni al entrar en el talego y
que por eso todavía lo llevaba dentro. El otro reaccionó de inmediato
explicando cómo tenía que hacer para sacarlo y pidiéndole que se estirara
y lo invitara. Dani le dijo que no se preocupara, que ahora mismo se
fumaban un buen chino y se ponían a gusto. Ya encerrados en uno de los
baños del módulo pusieron unas hojas de periódico sobre la taza y allí
mismo soltó la bolsa que escondiera en sus intestinos. En cuanto el
otro vio toda la cantidad que llevaba, muchísimo para allí dentro, sacó
un pincho que escondía y se lo puso en el cuello: a los dos minutos se
encontraba con los pantalones y los calzoncillos a medio bajar, sin una
micra de caballo y con ganas de morirse ahí mismo.
Después de la comida Paco se preparó un chino
enorme en su celda y llevaba cuatro caladas fumadas cuando de repente se
abrió la puerta automática de la celda y entraron dos funcionarios
después de anunciar que era un registro. Le pillaron con la plata
en la mano y la bolsa sobre la mesa junto a la cama, ya que no tuvo
tiempo de reaccionar y esconder nada. Mientras uno le quitaba el papel
de la mano el otro recogía los polvos meticulosamente. La rabia le hizo
ponerse bravo, por lo que recibió unas cuantas hostias antes de que le
encerraran en el chupano.
Solo entre las paredes de la celda se sintió la última mierda del
mundo hasta que le entraron ganas de vomitar. Al final la heroína fue
decomisada y nadie disfrutó de ella. Cecilia, el jubilado Martínez, el Pocho, Dani y Paco fueron humillados. Ni el primero recuperó su dinero ni es resto consiguió nada, pero se había hecho justicia. Por cierto, uno de los funcionarios vivía un matrimonio infeliz que también lo tenía humillado, pero esa es ya otra historia. |