S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

Fue que en casa del jubilado Martínez, y como casi todas las mañanas, se inició una discusión entre éste y su esposa. El motivo había sido trivial, pero a los diez minutos los gritos podían oírse en todo el edificio y ya habían incluso olvidado por qué se había iniciado la pelea. Como siempre, el soberbio gana y fue él quien levantó más la voz, quien eligió las palabras más hirientes, quien menos se preocupó del daño que éstas producían. Cuando se marchó dando un sonoro portazo, Cecilia se sentó al borde de la cama y lloró en silencio tapando con un pañuelo su cara por la vergüenza que sentía y pensando que muchas veces su hogar era una trampa en la que hacía años había caído. Mientras, el jubilado Martínez se fue a la sucursal del banco a cobrar su pequeña pensión, que rondaba las cuarenta y cinco mil pesetas, y a comprar algunas cosas que necesitaba de ferretería. La chica de la ventanilla fue tan amable como todos los meses: le saludó, le pidió el DNI y le preguntó cuánto deseaba retirar, y éste, como todos los meses también, le dijo que veinticinco mil. Pero al otro extremo de la oficina el Pocho vigilaba a todos los clientes, y al ver al anciano supo que esa sería su víctima: observó primero cuánto dinero sacaba y luego salió a la calle con naturalidad, como si hubiese olvidado algo imprescindible. Se situó en la acera contraria y encendió un cigarrillo no bien le embargó la mezcla de emoción y miedo que siempre precedía a sus asaltos. El jubilado Martínez no tardó mucho en salir y enfilar la calle en dirección a la plaza: ¡buen camino, así sería más fácil! Le siguió a pocos pasos y al dar la vuelta a la esquina y entrar en la callejuela le abordó situándose enfrente de él y pidiéndole un cigarrillo. Le contestó de muy malas maneras, pero se suavizó al ver la navaja en las costillas, empezando una retahíla de ruegos que no se entendían porque el miedo apenas si le dejaba farfullar. El Pocho no dijo mucho, se limitó a registrar sus bolsillos con la mano que tenía libre hasta que encontró el dinero y a apretar un poco más su arma para que no gritara antes de ponerse a correr. Cerca de la plaza aminoró el paso mezclándose con el resto de la gente y se encaminó directamente a la boca del metro. El jubilado Martínez se había derrumbado en el suelo, llorando con rabia no sólo por la pérdida de un dinero que necesitaba, sino por cómo lo había perdido: ¡sólo era un viejo y se sintió humillado!

El Pocho en cambio se sentía feliz, con lo conseguido podría pagar lo que le debía a Richy y aún le quedaría dinero para pillar tres gramos de heroína, La parada no estaba muy lejos del poblado, por lo que no tuvo que andar demasiado hasta la puerta de la chabola del camello al que solía ir. El colega al verle lo primero que dijo fue que lo sentía, pero que no podía fiarle más. Aquí el Pocho se mostró muy seguro de sí mismo y le contestó que tranquilo, que traía viruta suficiente para todo. Richy cambió de actitud en cuanto vio los billetes y se dispuso a pesarle la cantidad que le pedía "del mejor jaco del barrio, te lo aseguro". Sacó la mercancía y una pequeña pesa digital y con la punta de un cuchillo fue echando montoncitos en una bolsita de plástico que antes había preparado. Se despidieron de lo más amigos y el Pocho se fue para donde vendían papel de aluminio para fumarse un chino ahí mismo, pues llevaba varias horas malo. Un tipo flaco al que no conocía le ofreció de todo, llevándoselo un poco retirado, sin embargo no tardó en dar el agua de la policía y le dijo que se diera prisa y le siguiera, que aquel sitio ya no era seguro. Le obedeció como un imbécil, por lo que fue demasiado tarde para reaccionar cuando le sacó el hierro y le obligó a entregarle todo lo que tenía: en un momento había pasado de tener el día resuelto y ser feliz a no tener nada y sentirse el hombre más desgraciado del mundo: ¡no era justo, él se lo había currado para conseguir pasta para que un hijo de puta viniera ahora a quitársela!

 Dani se guardó la pistola en los riñones y se fue hasta la avenida a coger un taxi, quería desaparecer de allí lo antes posible: nunca se sabe. Ya en su barrio se encaminó para la casa sin detenerse a saludar a nadie, lo primero era deshacerse del arma y ponerse un pico tranquilamente, sin prisas, pues ya no las tenía con el pedazo de bolsa que le había quitado al pringao ese. Pero a unos metros del portal dos hombres altos y con cara de pocos amigos se fueron a por él y tras mostrarle unas chapas le dijeron que quedaba detenido. Intentó zafarse y correr, por puro instinto, pero le fue imposible, lo único que consiguió fue recibir un puñetazo en el estómago después de un rodillazo en los cojones. Lo metieron en un coche que apareció de repente y se lo llevaron de allí a toda velocidad mientras veía a la gente del barrio observarle tras los cristales del automóvil. Ya en la comisaría lo metieron en una celda con otros tres tipos, a uno de los cuales conocía: saludó al Anguila nada más verlo, esperando que supiera más de cómo iba toda aquella mierda. Aunque lo recibió un poco hosco, se portó más amable al ofrecerle un cigarrillo, diciéndole que no se preocupara, que estuviera tranquilo y todo ese rollo que se suelta cuando ya estás acostumbrado a una situación. No tardaron en sacarlo de la jaula y llevárselo para las oficinas donde lo interrogaron a conciencia durante dos largas horas. Al principio ni fueron muy chungos con él, pero a medida que se obstinaba en negar lo evidente éstos comenzaron a ponerse violentos y a soltarle golpes por todos lados, hasta le amenazaron con un casco y un bate de béisbol, pero al final no hizo falta. Cuando volvió molido por los golpes pero sin una marca en el cuerpo al calabozo había confesado todos los atracos que le atribuían, incluso alguno que no había cometido él, aunque era cierto que no le acusaban de todos los que había dado. Sentía un odio tremendo por los monos, no le habían dejado la más mínima dignidad, jugando con él como si fuera un pelele, por lo que no pudo contener las lágrimas de rabia e impotencia: también él había sido humillado. No tardó mucho en verse por primera vez en prisión, rodeado de muros y de gente extraña a las que parecía resultar indiferente. Sin embargo, a las pocas horas había compañeros que se le habían acercado y le ponían al tanto de lo más básico que hay que aprender cuando se entra en un sitio así. Uno fue especialmente amable, enrollándose con él y gastando bromas que terminaron por hacerle reír: Paco parecía buen chaval y confió en él, por lo que le confesó que había tenido la precaución de empetarse el caballo cuando lo pilló (no se atrevió a contarle que lo había robado) y que no se lo habían colocado ni en la gobi ni al entrar en el talego y que por eso todavía lo llevaba dentro. El otro reaccionó de inmediato explicando cómo tenía que hacer para sacarlo y pidiéndole que se estirara y lo invitara. Dani le dijo que no se preocupara, que ahora mismo se fumaban un buen chino y se ponían a gusto. Ya encerrados en uno de los baños del módulo pusieron unas hojas de periódico sobre la taza y allí mismo soltó la bolsa que escondiera en sus intestinos. En cuanto el otro vio toda la cantidad que llevaba, muchísimo para allí dentro, sacó un pincho que escondía y se lo puso en el cuello: a los dos minutos se encontraba con los pantalones y los calzoncillos a medio bajar, sin una micra de caballo y con ganas de morirse ahí mismo.

 Después de la comida Paco se preparó un chino enorme en su celda y llevaba cuatro caladas fumadas cuando de repente se abrió la puerta automática de la celda y entraron dos funcionarios después de anunciar que era un registro. Le pillaron con la plata en la mano y la bolsa sobre la mesa junto a la cama, ya que no tuvo tiempo de reaccionar y esconder nada. Mientras uno le quitaba el papel de la mano el otro recogía los polvos meticulosamente. La rabia le hizo ponerse bravo, por lo que recibió unas cuantas hostias antes de que le encerraran en el chupano. Solo entre las paredes de la celda se sintió la última mierda del mundo hasta que le entraron ganas de vomitar. Al final la heroína fue decomisada y nadie disfrutó de ella.

 Cecilia, el jubilado Martínez, el Pocho, Dani y Paco fueron humillados. Ni el primero recuperó su dinero ni es resto consiguió nada, pero se había hecho justicia. Por cierto, uno de los funcionarios vivía un matrimonio infeliz que también lo tenía humillado, pero esa es ya otra historia.