Antonio Palma
Después de
todo él era un intelectual ¿qué hacía entonces ahí, encerrado como
consecuencia de una fatalidad que llevaba años inconscientemente
persiguiendo? Le gustaban las ideas, como la de que la vida es un chiste
del que somos los protagonistas y nos morimos tras la carcajada que dan
los demás, y las palabras, hermosas y llenas de pleno sentido, como
priapismo y dipsomanía. Le gustaba el mar y la montaña, y cabalgar
sobre una bella y mala mujer de piel húmeda y garganta quebrada a media
tarde, con los rayos del sol de verano filtrándose a través de la
persiana. Pero casi nada de eso podía ser ya, ahora era caminar con
paso compulsivo de un lado a otro del patio de cenicientos muros de
hormigón entre seres que parecían las múltiples imágenes de sí
mismo, algunas de lo peor de sí mismo, reflejadas por un prisma de
caras irregulares. Un paso y otro después del anterior hasta llegar al
final y dar la vuelta para parecer que se volvía a repetir el mismo
recorrido, el mismo lugar, el mismo camino. Pero no era así, pues
aunque el espacio era permanente, estaba el tiempo ¿Qué ocurría con
el maldito tiempo? No se detenía, al menos eso le salvaba, pero podía
ralentizarse y sentir como si no transcurriera, sentir cada milésima de
segundo tan intensamente que los minutos tardaban horas en pasar. Y eso
era lo que quería él, que los días fueran desprendiéndose rápidos
del calendario tal como había visto en alguna película antes de volver
a aparecer el protagonista con algunos años más. Por todo eso estaba
triste, y fumaba un cigarrillo, ya que no tenía otra cosa que fumar ¡Y
aún quedaban dos horas para que su amigo volviera! ¡Tenía que hacer
algo para deshacerse de su profunda tristeza, coger como si de una
gabardina se tratase y colgarla en algún rincón del que se pudiera
alejar y, con un poco de suerte, olvidar donde la había dejado!
"Si estamos parados en un cruce de un retículo
infinito mientras un amigo vaga sin rumbo por la red de calles, podemos
tener la certeza práctica de acabar reuniéndonos con él, siempre y
cuando estemos dispuestos a esperar tanto como haga falta", decía
la cita de John G. Kemeny que antecedía al relato que tenía entre las
manos: sonaba prometedor y, en cierta forma, hasta profético. Por eso
hundió su mirada entre las páginas y comenzó a enhebrar una tras otra
las palabras que le sumieron en la lectura para sacarle de ahí y del
tiempo. No era más que un sucedáneo y la vida una mierda, pero de
momento qué más podía hacer. Vagó por las calles más sórdidas de
una ciudad americana del sur profundo y racista, conoció a extraños
personajes que parecía que continuamente se separaban para más tarde
volverse a encontrar en las circunstancias y lugares más extraños,
tejiendo un destino sin rumbo que nadie ponía empeño en cambiar.
Perdido en los raros vericuetos de la narración el tiempo se fue
consumiendo sin que su percepción le dañara, pero con cierta desazón
producida por las palabras que los entes de ficción se decían entre sí.
Cuando ya la muerte había hecho su pestífera entrada y el telón parecía
que iba a caer sintió una mano sobre su hombro. Con la visión de su
amigo la emoción fue creciendo lentamente en su pecho, aunque se
resistiera un poco a ella tratando de que sólo un ligero destello
apareciera en sus ojos. Como todo había ido bien, ya la prisa tenía
menos sentido, por lo que le pidió que le esperara unos segundos y
degustó con especial lentitud las pocas palabras que le restaban para
abandonar tan inusitada historia, lo que aprovechó el otro para
desalojar de su interior la preciada bolsa. Al poco ya estaban los dos
en un servicio dando inicio al ritual: él quemaba con el mechero el
papel interior de un paquete de cigarrillos viendo como las llamas
respetaban la lámina de metal de la que estaba hecho, mientras su compañero
desplegaba con primoroso cuidado el sobrecillo que contenía los polvos
mágicos. Luego, con la esquina de una tarjeta extrajo una pequeña
cantidad que depositó sobre la plata, cogió el tubito que del mismo material fabricara y se
dispuso a entregarse al placer. Con la llama baja iba quemando el metal
a la vez que sus pulmones recogían el humo resultante, siguiendo la línea
con verdadera delectación. Tras llegar al final de la hojilla se la pasó
a él, que la recibió con una emoción franca. Repitieron la operación
tres veces cuando sintió que una paz extrema se iba apoderando de él,
una beatitud inefable que cubría todos sus sentidos, pero todavía se
veía una pequeña gota oscilar de un lado a otro al ritmo que sus
deseos le marcaban, hasta que terminó por desaparecer dejando una minúscula
costra negra en su lugar. El patio volvió a recibirle como unas horas
atrás, pero no era el mismo, ni la luz, ni los pasos, ni la gente.
Estaba tranquilo y a gusto, y nada le parecía ya tan desagradable. Al
contrario, podía decir que se sentía feliz, que era feliz y el mundo no era un sitio tan malo. De hecho, la vida no
podía ser tan horrible si la felicidad cabía en el culo. |