Antonio Palma
Cuando
tras las espesas nubes aparecieron los campos ocres de Madrid se sintió
decepcionado. No había podido llevar a cabo sus planes, uno a uno los
directores de los medios de comunicación que había visitado en la
ciudad de Panamá le contestaron con las suficientes evasivas como para
saber que no encontraría trabajo, al menos en los días que tenía
previsto permanecer allí y con el escaso dinero con el que contaba,
apenas para durar unos
meses, el tiempo suficiente para instalarse y esperar a recibir su
primer sueldo. Se encontraba cansado del viaje, casi cuatro horas a
Miami y otras ocho hasta Madrid. Ya sólo deseaba llegar a casa de sus
padres, darse una ducha y dormir: cuando se levantara haría frente a su
futuro y pensaría en nuevos planes que llevar a cabo. El aterrizaje fue normal y no tardó mucho en subirse al transporte que le acercó a la terminal. La recogida del equipaje fue más tortuosa ya que, aunque su maleta no tardó en salir en la cinta transportadora, la caja con el S.A.I. no terminaba de aparecer. En ese momento tendría que haber intuido algo, pero sus sentidos estaban demasiado embotados para recibir ningún tipo de señal. Cuando por fin había acomodado todo en el carro, se dispuso a abandonar la terminal de llegadas internacionales esperando que su amigo Gustavo cumpliera con su palabra y estuviera esperándolo con el coche, incluso un taxi le parecía demasiado agotador para llegar a casa. Pero él siempre era una persona de fiar, y en cuanto atravesó la puerta le vio, algo adormilado, pero ahí estaba fiel a su compromiso. Se saludaron con un pequeño abrazo y enfilaron el pasillo en dirección al coche entre explicaciones de por qué había tenido que aparcarlo tan lejos. De manera inesperada se les acercó un hombre que dirigiéndose a él le mostró una chapa dorada mientras afirmaba ser policía. Cuando levantó la vista se percató de que otro sujeto hacía lo mismo con su amigo Gustavo, mientras que con amabilidad les rogaban que les acompañasen. Obedecieron con toda tranquilidad, pensando en las inevitables rutinas que la seguridad impone a los viajeros de vuelos internacionales. Les llevaron a la sala inmediata anterior a la salida y tras recoger el equipaje lo pasaron por una máquina de rayos equis. En un principio parecía que no había nada anormal, pese a que un agente de la Guardia Civil se empeñaba en insistir en que dentro del S.A.I. había droga: “llevo veinte años en esto y afirmo que aquí hay droga”, lo que parecían dudar el resto de los hombres que en torno a la máquina se habían reunido. Tras pasarlo tres veces por el detector con idéntico resultado, decidieron algo que no les comunicaron, se limitaron a pedirles que recogieran las cosas y les siguieran. En el lateral más alejado de las cintas transportadoras encontraron un cuarto con una mesa previo a otra habitación cuyo interior no podían ver. En ese instante empezaron con las preguntas, de dónde venía, qué había ido a hacer a Panamá, que contenía la caja...a las que fue contestando una a una y con toda sinceridad. Al fin y al cabo no tenía nada que esconder y todo aquel maldito asunto no se trataba más que de un malentendido, un error que pronto aclararían los agentes de aduanas y por el que, con toda seguridad, dentro de unos minutos les pedirían disculpas. Dos personas sin uniforme empezaron por sacar la máquina de su caja preguntando mientras tanto qué era un S.A.I. Con toda tranquilidad les fue explicando que un S.A.I. o sistema de alimentación ininterrumpida consistía en un dispositivo para ordenadores por si la energía que alimentaba a éstos fallaba, no se quedaran repentinamente apagados y se perdiera toda la información y el trabajo realizados: era imprescindible en los sistemas llamados non-stop, así como en las empresas dedicadas a servicios de Internet, lo que pareció que no entendían o que les era indiferente por la cara de lerdos que pusieron todos ellos. Volvieron a preguntarle si era suyo y volvió a responderles que no, que no era más que una máquina que un conocido de Panamá le había rogado trajera a un amigo, un empresario del sector informático de Madrid que la necesitaba y cuyo coste en la cuidad de Colón, que era puerto franco, era muy inferior al de España, algo así como siete veces menor. Para cuando acabó de dar por cuarta vez las mismas explicaciones la máquina estaba desmontada, mostrando impúdicamente todas sus interioridades: tres pequeñas baterías y un conjunto de placas de circuitos impresos. Dos de los más proclives a creer en la culpabilidad general del ser humano desmontaron una de las baterías y se la llevaron al cuarto contiguo, comenzando una serie de operaciones que no se podían ver. El resto del personal se quedó con ellos y, como no hacían más preguntas, se decidió a pedir permiso para fumar: era demasiado temprano, poco más de las ocho de la mañana, para un cigarrillo, pero a esas alturas de la situación tenía que reconocer que estaba un poco nervioso. En la otra habitación comenzó a oírse el distinguible sonido de una broca taladrando algo metálico, un chirrido agudo que le percutía el cerebro y el estómago, completamente vacío después del agotador viaje. Tras hacerse el silencio los agentes aparecieron con esas caras sonrientes que produce la satisfacción y anunciaron que la batería estaba repleta de cocaína. Pudo ver su cara de perplejidad reflejada en la de su amigo Gustavo, que al punto se transformó en pánico. La habitación se puso a girar envuelta en un color violáceo: no comprendía qué acababa de suceder, pero supo con toda claridad que su vida estaba acabada. Manuel
había nacido en un pequeño pueblo de Córdoba. Pertenecía a una
familia de agricultores formada por diez hermanos que durante la Guerra
Civil había perdido a su padre, por lo que tuvo que hacerse cargo de
ella con apenas catorce años: el resto de varones o eran demasiado
pequeños o estaban luchando en el bando nacional, el que geográficamente
les había tocado en suerte. Siempre había tenido un espíritu
inquieto, con ansias de conocimientos que la escuela no pudo satisfacer,
pues tuvo que abandonarla pronto. Pese a ello, tenía una ortografía
sin errores que completaba con una preciosa letra, dominaba las matemáticas
básicas y siempre procuró sacar tiempo para leer, robando horas al sueño
para dedicarlas a El Quijote, su libro preferido. Al terminar la guerra
regresaron sus hermanos y conforme se fueron casando el patrimonio se
fue dividiendo. Unido a otro cúmulo de circunstancias hicieron que no
tuviera futuro en su propia tierra, por lo que con lágrimas en el corazón
y en el rostro tuvo que abandonar aquello que más amaba para marchar a
Madrid a formar parte del proletariado que a mediados de los cincuenta
alimentaba de mano de obra barata la incipiente industria castellana.
Era atractivo, simpático y nada tímido por lo que había tenido
bastantes encuentros con mujeres, sin tomarse ninguna demasiado en
serio. Sin embargo, cuando tuvo ya cumplidos los treinta y cuatro
comprendió que el tiempo empezaba a hacer peligrosa su soltería, por
lo que se empeñó en buscar una mujer a la que amar y poder hacer su
esposa y madre de sus hijos. Ana, una vecina del edificio donde tenía
alquilada una habitación, era una atractiva rubia de ojos verdes,
emigrante también del campo a la ciudad, que le llenó el corazón. Una
mañana lluviosa y desapacible de abril del cincuenta y ocho contrajeron
nupcias en una pequeña iglesia del barrio de Carabanchel, en una
ceremonia sencilla y con unos pocos amigos como únicos testigos. Unos días
en su pueblo natal para que la familia conociera a su esposa constituyó
toda su luna de miel. Antes del año nació Cristina y tres después
Pedro, con lo que consideraron que ya tenían lo que deseaban.
Trabajando todo el día en una cadena de montaje de camiones y por la
noche estudiando bachiller y secretariado para poder tener alguna
perspectiva digna de futuro pasaron los primeros años, hasta que
comprendió que en este país las oportunidades no estaban reservadas
para gente como él, por lo que por segunda vez tuvo que recoger sus
cosas, desoír su corazón y con las viejas maletas y su familia al
completo tomar un tren que le llevó a Holanda en busca de algo mejor,
algo que sin duda se merecía. En Rotterdam encontró trabajo en los
transportes municipales, limpiando los tranvías y autobuses de la
ciudad. Fueron tiempos de humillaciones que no le libraron de
privaciones, del apenas tener para comer y ahorrar unos pocos florines,
pero por lo menos había algunos meses al año que las leyes holandesas
le permitían vivir con su familia cerca, lo que siempre era motivo de
honda felicidad. Tanto
padecimiento terminó por pasarle factura, a él que era una persona que
siempre se tomó todo muy en serio, con un carácter grave y reflexivo
que lo llevaba a meditar mucho cada decisión que tomaba, por lo que un
día el estómago le reventó en una perforación que le llevó al
quirófano a vida o muerte. Sobrevivió, pero nunca volvió a ser
el mismo, estaba derrotado y enfermo y la vida le pareció mucho más
triste. Comprendió que ya no tenía futuro, por lo que concentró todos
sus esfuerzos en sus hijos, en que no tuvieran que sufrir tanto como él
y en que tuvieran una oportunidad en la vida. En
el noventa y cinco la República Dominicana se encontraba en un proceso
histórico fascinante, con el definitivo abandono de la actividad pública
del anciano y omnipresente Balaguer tras las cercanas elecciones, lo que
hacía que la política se percibiera constantemente en la calle y el país
entero fuera un hervidero de ideas para el futuro. El haberse machado a
vivir a aquel lugar no había sido el resultado de una decisión largo
tiempo meditada, más bien se trató de la consecuencia de un conjunto
de circunstancias. Por un lado, siempre había mantenido una especial
atracción por Latinoamérica: su cultura, sus gentes, su paisaje y,
sobre todo, su literatura habían ejercido sobre él una especie de
magnetismo que no había sentido con ningún otro lugar del mundo. Por
otro, su relación con el periodismo pasaba por momentos difíciles, ya
que nunca se había inmiscuido en los arribismos propios de la profesión
y la información que en general se daba en España pertenecía al
pensamiento único que propiciaban los verdaderos dueños de los medios
de comunicación. Aun así había continuado luchando, pero cuando la
mujer que amaba decidió poner fin a la relación que mantenían
comprendió que era el momento de emprender
el viaje que tanto tiempo había estado postergando. El que fuera
precisamente a Dominicana, en lugar de Argentina que entraba más en sus
pasadas ensoñaciones, fue consecuencia de cierta casualidad, si es que
ésta existe: una pareja de dominicanos amigos suyos le presentaron a
Melvin, un periodista que acompañando a un alto dignatario de visita
oficial en España había
pasado por la casa de éstos para visitarlos. Al comprender sus
verdaderos deseos de marcharse, le ofreció su ayuda si
al final tomaba la decisión y cruzaba el Atlántico. A
los pocos meses de llegar al Caribe trabajaba de redactor en los
Servicios Informativos de la Televisión Dominicana y por su acento español
no tardó en hacerse cargo de las noticias internacionales de los
telediarios, compaginando este trabajo con la publicación de artículos
de opinión en el HOY, el periódico que Melvin le había abierto las
puertas. Alquiló un apartamento en Naco, un barrio de profesionales
liberales y burguesía media, restaurantes elegantes y tiendas de marcas
europeas y americanas, compró un coche japonés de segunda mano, algo
que resultaba imprescindible para moverse, y comenzó a relacionarse con
las personas que contaban de verdad en aquella ciudad. No obstante,
procuraba acercarse con frecuencia la ensanche
Ozama donde residían los familiares de los amigos dejados en España.
Allí tomó contacto con otro tipo de jóvenes, geste con inquietudes
como la poesía, la música o la pintura y que le ofrecían compartir
anhelos más cercanos a sus propios intereses. Entre toda la gente
curiosa que conoció, fue Wilkins el que más le llamó la intención:
era una persona inteligente y divertida, que disfrutaba tanto de las
mujeres (estando casado) como del dinero, que estaba constantemente en
movimiento y no se perdía ningún acto o inauguración de una exposición
de sus amigos aunque durante semanas todos desconocieran su paradero.
Pese a que no se le conocía ninguna profesión concreta siempre disponía
del dinero necesario para vivir haciendo aquello que deseaba. Pese a no
mantener una relación estrecha, empezó a coincidir con él en los
sitios más insospechados, incluso en lugares que hubiera considerado
inverosímiles. A tal grado de coincidencia había llegado que un día
optó por preguntarle por el motivo de tamaña sincronía, a lo que
contestó que era precisamente él
la fuerza transformadora en imán y que tan sólo se limitaba a ceder a
la atracción que ejercía. Los
meses fueron cayendo uno tras otro y, pese a poder afirmar que vivía
muy bien económicamente, una especie de melancolía se fue adueñando
de él, empapando su alma gota a gota. La segunda vuelta de la
lecciones, ya que en la primera no resultó elegido ningún candidato,
se encontraba próxima: era el momento del gran cambio del país y el de
regresar a Madrid, aunque desconociera después de tanto tiempo de
alejamiento que oportunidades se le podían ofrecer. El dos de julio del
noventa y seis felicitó a Leonel Fernández (que con apoyo del Partido colorado
sería el nuevo Presidente), era lo menos que podía hacer después de
acompañarlo durante casi toda la campaña electoral a lo largo y ancho
del país. Más tarde se despidió de todos sus amigos e hizo el
equipaje en la misma maleta con la que había llegado. A la mañana
siguiente cogió un taxi muy temprano, cuando apenas si clareaba el día,
que lo llevó al aeropuerto de Las Américas. Cuando estaba próximo a
entrar en la zona de embarque se encontró con Wilkins, que le aseguró
que había ido tan sólo a despedirse. Entre abrazos y promesas de
visitarlo le dio un número de teléfono de contacto en Madrid. Con un
cielo puro, casi transparente, al avión tomó altura, quedando tras él
la isla convertida en una
simple mancha verde. Radio
Activa, la emisora interna de la prisión de Carabanchel, le daba la
sensación de trabajo, de hacer algo útil que lo alejaba del patio y
del ambiente carcelario en el que aún no había aprendido a moverse del
todo. A primera hora de la mañana llegaba a su destino
y entre micrófonos, cintas y aparatos electrónicos se olvidaba de que
realmente se encontraba recluido. Procuraba pasar allí la mayor parte
del tiempo posible, con compañeros con intereses más o menos comunes y
para los que la violencia no era el primero y más fácil de los
recursos ante los problemas, y
no regresaba a la galería más que para comer al mediodía y poco antes
de la cena, apenas dos horas antes del último recuento y del cierre
bajo llave de la celda. Podía decir que había tenido suerte desde la
lejana noche en la que atravesó los vetustos muros para no volver ha
salir más. Las primeras horas, la de los dedos manchados de tinta y sus
huellas impresas en sucesivas fichas, las de la ducha y el internamiento
en la celda de ingresos, las de la ropa que le dieron cuando le
retiraron la suya para ser lavada, las del reconocimiento médico para
determinar su estado físico y su posible adicción a las drogas parecían
ser una suerte de alucinación, una película que había contemplado
pero de la que no se sentía el protagonista. Sin embargo, recordaba con
diáfana claridad el momento en el que por primera vez atravesó la
puerta de la quinta galería, la que le había sido asignada: una larga
nave en cuña flanqueada por tres pisos de barandillas en las que una
tras otra en monótona simetría se alienaban las puertas de las
distintas celdas. Tuvo la sensación de entrar en una prisión
americana, en un infierno de funcionarios con porras, de presos
violentos organizados en mafias que controlaban todo lo que ocurría allí
dentro, de inminentes violaciones en cuanto surgiera la mínima
oportunidad. Pero la realidad era distinta: no había porras, ni mafias,
ni violaciones, incluso en la primera celda a la que fue asignado sus
compañeros lo recibieron sabiendo que era su primera entrada y por ello
procurando ayudarlo en lo que podían, sobre todo poniéndolo al tanto
del funcionamiento cotidiano y
de las reglas que rigen iguales para todos. Un preso de unos cuarenta y
tantos años, culto y refinado, que llevaba ya catorce por un delito de
tráfico internacional de drogas, le tomó un poco bajo su protección.
No supo muy bien por qué, pues nunca le pidió nada a cambio, pero
desde el primer día le demostró una simpatía que pronto se tradujo en
conseguir entrar en la emisora que, aunque era su destino natural, también
contaba con muchos candidatos que estaban a la espera antes que él.
Esto le supuso trasladarse de su originaria celda en la tercera planta,
la más conflictiva por el número de drogodependientes que había en
ella, a la primera en la que los compañeros solían ser menos problemáticos.
Vivía con Manolo, un hombre bueno e inteligente que diversos avatares
le habían llevado a pasar
dieciséis años preso, casi la mitad de su vida. Era una persona muy
respetada en todo el Centro, tanto por el resto de los compañeros como
por la mayoría de funcionarios y, al ser compañero de celda, parte de
ese respeto había pasado a él, lo que supuso que nadie intentara
robarle o aprovecharse de cualquier otra manera. Junto con Alex, un
chaval de veintidós años con algunos pequeños atracos en su haber, y
que también estaba en el mismo destino, formaban el pequeño grupo de
amigos que había conseguido hacerse dentro. Pasaban la mayor parte del
tiempo juntos y, apoyándose unos en otros,
conseguían que los días transcurrieran más deprisa, condición
fundamental para no volverse loco en un lugar como aquél. Algunas veces
surgían tensiones, ciertos roces imposibles de evitar en una relación
tan intensa y prolongada, pero tras algún grito y una mala cara el
compañerismo y la amistad verdadera surgían con más fuerza y a los
pocos minutos nadie recordaba los motivos que habían originado la
trifulca. Aunque nunca lo manifestara, se sentía distinto a ellos, no
mejor, pues le habían demostrado con creces su altura de seres humanos,
pero creía en la justicia y sabía que algún día oiría su nombre por
la megafonía llamándole para devolverle su libertad, la pesadilla habría
terminado y sería el momento de intercambiar números de teléfono y
direcciones para verse fuera, tomarse unas cervezas y recordar sin añoranza
esos días pasados sin gloria, como fantasmales sombras de una sociedad
hipócrita que les despreciaba en la intimidad mientras les compadecía
públicamente. Desde
la estación de Aluche el Metro
transcurre sobre la superficie, al contrario que en el resto de las
estaciones de Madrid, y a los pocos minutos se detiene en Empalme, un
apeadero que un par de chapas sobre ambos andenes protege a los viajeros
de las lluvias que en invierno azotan con frecuencia a la capital, y
sirve de comunicación a una zona de torres de ladrillo visto que se
encuentra próxima a Campamento: una especie de tierra de nadie que
sirvió de refugio a los que abandonaron a finales de los sesenta y
principios de los setenta el campo
para encontrar en la ciudad las carencias
que el desarrollismo industrial había creado y que a partir de
los ochenta fue sustituido para el mismo fin
por los inmigrantes latinoamericanos que buscaban hacer realidad
sus sueños. Nada más atravesar las puertas de salida, las vallas junto
a las que discurre el tren forman una especie de solar vacío antes de
surgir una calle flanqueada por las primeras colmenas que, rodeadas por
un minúsculo jardín que intenta aliviar a sus moradores de la dureza
urbana, se extienden hasta ocupar todo lo que alcanza la vista. En los
bajos de uno de los primeros edificios, en un rincón creado por el azar
caótico con el que el barrio fue construido, una gruesa cristalera
oscurecida evitaba dar demasiada publicidad a un local que en realidad
se trataba de un bar. En cuanto ponías un pie dentro de él la música
de salsa o merengue te asaltaba anunciándote que estabas en un
transplantado trozo del Caribe, frecuentado en su mayoría por latinos
que intentaban sentirse de esa manera un poco más cerca de su lejana
tierra, rodeado por los suyos entre jirones de su propia cultura.
Regentado por una pareja de dominicanos que habían llegado de los
primeros y que con mucho trabajo y esfuerzo habían conseguido hacerse
un hueco entre la respetabilidad ciudadana, ofrecía comidas y bebidas
de su país. Casi todos los parroquianos se conocían entre sí, siendo
el lugar ideal para hacer todo tipo de contactos y negocios, por lo que
nadie se sentía extraño allí. Al entrar se cercó directamente a la
barra y saludó a Tono, que tan solo era un empleado, con familiaridad y
éste le devolvió los saludos con evidente alegría mientras le
recriminaba en broma por el mucho tiempo que hacía que no les visitaba.
Se volvió para el interior y a voces llamó a Jairo para darle la buena
nueva de su reciente llegada. Ambos se intercambiaron chanzas sobre el
estado actual de cada uno y pronto la mano del dueño extrajo de la
nevera una cerveza Presidente casi helada que puso sobre la barra ofreciéndosela,
a la vez que unos cuantos de los que se encontraban en el “Boca
Chica” se acercaban para participar de la alegría del reencuentro.
Todos hablaban de lo que en esos momentos les acontecía para pasar
inmediatamente a querer saber las últimas novedades de la patria
abandonada a su pesar. El recién llegado fue detallando las noticias
recientes de las que era conocedor y rechazando con amabilidad las
invitaciones que fue recibiendo de algunos de los que en torno a él se
habían congregado: según fue explicando, muchos eran los cambios que
se habían producido para seguir todo igual. Cuando los entusiasmos se
calmaron, Jairo y él se quedaron solos en un rincón apartado para
hablar con tranquilidad, pero pronto atravesaron la barra para pasar a
una minúscula habitación que se utilizaba para preparar bocadillos y
platos fríos, pues la cocina y el almacén se encontraban aún más
adentro. No tardó en aparecer una pequeña bolsa de plástico repleta
de cocaína: con la esquina de una tarjeta bancaria fueron cogiendo
pequeños montoncitos que inmediatamente desaparecían en los orificios
nasales acompañados de una fuerte inspiración. Un par de botellas
llenas sustituyeron a las vacías y la charla se hizo más fluida y
nerviosa, derivando poco a poco de los negocios a las bromas. Jairo no
estaba metido en nada ilegal, tenía mujer e hijos y un carácter blando
poco propenso a las sorpresas, pero servía de enlace entre la gente que
se necesitaba ver, como era el caso. Al parecer, Danilo el colombiano,
no el otro, llevaba días preguntando por él y reclamando verlo con
urgencia. En el momento en que sonó ese nombre su actitud cambió y la
preocupación crispó la
expresión de su cara. Bebió de un trago lo que restaba de la
Presidente y anunció que se marchaba, a lo que Jairo contestó limitándose
a pasarle la bolsita tras darle unas nuevas pasadas.
No la rechazó y fue a sacar del bolsillo dinero para pagar las
consumiciones cuando el otro lo atajó con un gesto diciéndole que esta
vez estaba invitado. No sabía bien por qué, pero no le resultó nada halagüeño.
No volvió al Metro, salió a la calle principal y, pese a su costumbre,
paró un taxi al que le dio una dirección en La Moraleja, al otro
extremo de la ciudad. Pese a la coca, o precisamente por ella, no se
encontraba despejado, una sensación de preocupación le iba embargando
aunque trataba de tranquilizarse a sí mismo repitiéndose que no había
motivo para ponerse nervioso, no pasaba nada grave. El trayecto era
largo, pero se le pasó en seguida,
quizá porque deseaba retrasar el encuentro lo más posible. Pagó
al taxista un par de calles antes de los altos muros que rodeaban la
gran casa, en cuya puerta había un timbre que,
además de anunciar su llegada, accionaba una cámara empotrada
tras un cristal ahumado. No tardó en llegar al edificio, cuya
suntuosidad barroca resultaba algo hortera, donde lo recibió un moreno
gigante con gesto frío que intentaba simular profesionalidad. En un
despacho decorado con más gusto y sobriedad lo esperaba Danilo, don
Danilo, como pronto lo empezó a llamar, tratándole este con cierta
familiaridad no exenta de paternalismo. Empezó por ofrecerle una copa
que rechazó en un primer momento pero que terminó por aceptar, un ron
Bracero con jugo de limones dulces del Caribe, para con tono pausado
preguntarle qué estaba haciendo que lo mantenía tan ocupado como para
no dignarse a ponerse en
contacto con él. Contestó
farfullando una excusa plausible sin demasiada convicción, a lo que el
hombre de unos cincuenta años, piel blanca y manos cuidadas respondió
con más ironía que acritud. Pasó a recordarle resumidamente todo lo
que había hecho por él, lo que le debía y lo poco que hasta ahora le
había pedido a cambio. Terminó por sucumbir más a sus encantos que a
sus amenazas, lanzadas todas de la forma más velada, y, tras apurarse
la bebida, se marchó con una promesa y una idea fija en la cabeza: tenía
que encontrar alguien propicio o volvería a tener serios problemas que
podían llegar incluso hasta la muerte. Cuando Wilkins abandonó a pie
la urbanización para llegar a la parada más próxima del autobús se
encontraba nervioso, pero sabiendo a la vez que no tardaría en dar con
la solución, por lo que no se reprimió en darse una pasada de su propia bolsita de plástico blanco. De repente, una
cara y un nombre surgieron en su mente, por lo que una sonrisa transformó
todo su rostro como si lo hubiera iluminado mientras el largo vehículo
en el que viajaba recorría ya las calles de la gran ciudad. Regresó
a España con una úlcera de carácter crónico y una pensión concedida
por el gobierno holandés que, aunque era pequeña en su cuantía, al
cambio daba para llevar una vida digna sin lujos. Lo más importante
para él es que incluía ayudas al estudio para sus hijos y así vería
en ellos cumplido el sueño que personalmente nunca pudo realizar.
Cristina acabó el bachiller e ingresó en la facultad de Pedagogía, ya
que le encantaban los niños y todo lo que tenía que ver con su mundo.
No sin cierta dificultad, pero con mucha dedicación y trabajo, se
licenció sin perder ningún año y en los cinco previstos para
incorporarse al mercado de trabajo que empezaba ya a sentir los primeros
estragos del paro. Sin embargo, con Pedro las cosas fueron más
complicadas: de mayor inteligencia que su hermana no tuvo nunca
demasiado claro qué es lo que deseaba estudiar. Desde muy joven sintió
una especial inclinación por el conocimiento en general y por la
literatura en especial, pero ¿qué carrera se completaba para ser
escritor? Le hubiera gustado estar en un sistema de estudios abierto en
el que poder escoger varias materias de distintas disciplinas, tales
como lengua, historia, literatura, arte, filosofía, antropología...
pero como no pudo, optó por una formación autodidacta a la que dedicó
miles de horas pasadas en la Biblioteca Nacional, a la que consideraba
el sumum del acceso a la sabiduría. Esto trajo frecuentes
enfrentamientos con su padre, que no entendía esa manía de despreciar
los estudios reglados: admiraba su ansia de saber, pero pensaba con toda
lógica que la ausencia de un título oficial no haría más que
cerrarle las puertas a proyectos que estaba seguro que por capacidad
merecía. La integridad personal de Pedro hizo que se marchara de casa y
se buscara los recursos para vivir en los trabajos más diversos, realizándolos
de la manera más mecánica posible, sin querer implicarse personalmente
en ninguno de ellos, y compaginándolos con su formación intelectual.
Fue algunos años más tarde cuando comprendió que la realidad es un
muro contra el que no se puede luchar a cabezazos, y decidió entrar en
la Facultad de Periodismo: aunque no era lo que deseaba, podría
utilizar la palabra y recibir un sueldo por ello; la literatura, que aún
constituía su sueño principal, la dejaría para más adelante,
procurando dedicar la mayor parte de las horas libres a escribir, a
encontrar su estilo y su lugar en el Olimpo del Arte. Tras la finalización
de los estudios consiguió un puesto en Radio Cadena, que no mucho antes
se había creado a partir
de las emisoras de los llamados bajo la dictadura Medios de Comunicación
Social del Estado, y que el PSOE ya en el poder controlaba bajo la
sibilina supervisión del entonces Vicepresidente. Pedro y Ana podían
decir que habían conseguido hacer realidad sus sueños: Cristina
trabajaba como pedagoga en un colegio privado de adscripción católica,
fe que profesaba por convicción personal, y al pequeño, el que resultó
más problemático, podían oírlo a diario con tan sólo sintonizar el
dial correspondiente. Ambos eran buenas personas, conscientes de su
papel en la sociedad, respetuosas con la ley y de una ética intachable.
Sentían con orgullo de padres que habían realizado bien su labor, que
los valores que desde el principio trataron de inculcarles había
arraigado, y eso que cada uno tenía su propio pensamiento y su forma de
entender la vida, siendo entre ellos de lo más distinto. La serenidad
sin sobresaltos que constituía sus vidas era lo más cercano a la
felicidad que podían estar y los momentos difíciles y dolorosos por
los que tuvieron que pasar habían, sin ninguna duda, merecido la pena. En
el número once de la calle de Ferraz, un grupo editorial ocupaba la
totalidad de los bajos y la primera planta del edificio. Dedicado a la
publicación de revistas de temas minoritarios, no por ello su difusión
y ventas resultaban menores. David, hermano de una antigua amiga y amigo
a su vez, se encargaba del grupo de personas que desarrollaban un
producto mensual dedicado a la informática. Tras la marcha de la
responsable de otra publicación que, aunque del mismo tema se centraba
en conseguir una mayor divulgación, se hizo necesario buscar a una
persona que cumpliera una serie de requisitos concretos, como eran
dominio del inglés, conocimientos del mundo de los ordenadores y que,
además, fuera periodista. Él reunía todos esos requisitos, por lo que
el ofrecimiento que le hicieron resultaba de lo más lógico. Aunque
tuvo que negociar algunos aspectos relacionados con los emolumentos a
percibir, no fue demasiado complicado el que ambas partes llegaran a un
acuerdo. De esta manera se encontró como redactor-jefe (la dirección
se la reservaba para sí el dueño de la empresa) de una publicación
mensual de probada solvencia, teniendo como primer objetivo personal
eliminar los pequeños errores que había detectado, así como conseguir
que tuviera una mayor difusión. Con un trabajo minucioso y haciendo más
caso a los lectores que a sus propias intuiciones al respecto, poco a
poco fue consiguiendo que se hicieran realidad sus iniciales deseos. Su
relación con David se fue estrechando, no en vano pasaban casi todo el
día juntos, pues tras compartir la jornada laboral completa raro era el
día que no se tomaban una copa antes de marchar a sus respectivas
casas. Coincidían en muchos puntos de vista personales, y sus
diferencias siempre se dirimían en el terreno intelectual, teniendo en
más de una ocasión conversaciones que terminaban por la aceptación de
presupuestos que sin la altura de miras con que se debatía no se
hubieran previamente ni revisado. En los equipos de trabajo que cada uno
dirigía se vivía un ambiente distendido, comprendiendo cada miembro
que era responsable del buen funcionamiento del todo. Había un orgullo
especial en cada criatura que mes a mes se gestaba, lo que se traducía
en un sensible pero constante aumento de lectores. Así pasaron unos
meses que fueron maravillosos para él: tenía un trabajo que le
gustaba, tenía un amigo cuya relación era prácticamente familiar y no
tenía ningún problema económico. Solo un pequeño detalle oscurecía
la felicidad de su vida: el no tener a una mujer a quien amar y no
sentirse amado por ella. No era que la soledad lo embargara, pero tenía
la firme creencia que una pareja estable cerraba el círculo de un ser
completo. Tenía muchas amigas, siempre había conseguido rodearse de
mujeres ya que le fascinaban y necesitaba su punto de vista, incluso
alguna amante esporádica satisfacía su ego y sus necesidades carnales,
pero no le parecía suficiente y, aunque no la buscaba, estaba deseando
encontrarla. Con el tiempo la revista creció hasta alcanzar su techo máximo,
y como la informática es una tecnología que evoluciona a una velocidad
tremenda, empezó a hacerse evidente la necesidad de cambios profundos.
Con ello empezaron a surgir nuevos problemas, ya que para el propietario
y director no era más que meterse en nuevos líos y hacer frente a
nuevos riesgos, sin llegar a comprender que sin esos cambios el producto
se vería abocado a una progresiva decadencia que terminaría en la
primeras pérdidas económicas y con la irremisible desaparición de lo
que con tanto esfuerzo habían conseguido. Se llegó a plantear la idea
de refundir las dos revistas en una que abarcara los nuevos retos a los
que había que hacer frente, pero una vez y otra vez se chocaba con el
muro de la incomprensión del señor San Román. Ni David ni él podían
entender la cerrazón de la que hacía gala, pero creían que con los
primeros resultados negativos su actitud cambiaría radicalmente. La
sorpresa llegó cuando no sucedió así y las posiciones fijadas
previamente no se modificaron. Tras muchas reuniones y más de una
discusión tensa las cartas terminaron por ponerse boca arriba: Javier
San Román tenía el dinero suficiente para vivir, no le apetecía hacer
frente a nuevos retos y lo único que deseaba ya era delegar en sus dos
hijos la marcha de sus negocios y disfrutar el resto de la vida que aún
le quedaba, lo que era perfectamente comprensible si no sucediera que
sus hijos despreciaban la informática y las revistas dedicadas a ese
campo para concentrarse en las otras dedicadas a la publicidad y la
comunicación empresarial. Los buenos tiempos llegaron a su fin, y tras
unos de los meses mejores de su vida, se encontró nuevamente sin
trabajo y teniendo que empezar de nuevo, lo que tampoco suponía un gran
problema ya que todavía era joven y le sobraban energías para ello. Tenían
que reconocer que estaban contentos. El programa de radio que habían
hecho con motivo del inminente cierre de Carabanchel había sido todo un
éxito. No sólo para los educadores y los responsables del Centro,
tanto Instituciones Penitenciarias como radios de fuera
habían alabado la calidad y profesionalidad con la que se había pasado
revista a la historia y a los últimos acontecimientos acaecidos entre
sus muros. Tanto Manolo, máximo responsable, como Alex y él se sentían
orgullosos del trabajo realizado y habían tenido la oportunidad de
demostrar que no eran ciudadanos de segunda, gente peligrosa de la que
recelar, sino que tenían mucho que aportar a la sociedad que los excluía
y que merecían una oportunidad cuando salieran. La admiración por sus
dos amigos era superior ya que él, al fin y al cabo, era periodista,
pero ellos sin demasiada formación habían conseguido realizar un
trabajo digno del mejor de los profesionales. El ambiente era festivo,
incluso el Subdirector de Tratamiento había aparcado su natural
seriedad para llevarles unas cervezas con alcohol, algo casi insólito,
y había animado a todos a brindar por el triunfo cosechado. La tarde se
desarrolla entre bromas y risas cuando oyó su nombre por los altavoces
que lo requerían al locutorio de jueces. Al punto su alegría se
transformó en nerviosismo: podía tratarse de la sentencia y, por lo
tanto, de su inmediata libertad. Mientras recorría el largo pasillo que
llevaba hasta los locutorios se repitió a sí mismo su confianza en la
Justicia, no podían equivocarse con él, era inocente y es lo que
aparecería en el papel que instantes después le entregarían. Cuando
llegó a la cabina del funcionario dio su nombre y entregó el carné de
interno como era preceptivo y le indicaron que pasara a las cabina número
dos. Allí le esperaba una muchacha de unos veinte y tantos años que,
aunque con aspecto de ser algo pija, estaba muy bien. Se presentó como
Agente Judicial y le comunicó que venía a hacerle entrega de la
sentencia, tal como había pensado. Primero le entregó un papel que tenía
que firmar, el que acreditaba que la sentencia había llegado a sus
manos como era reglamentario, y tras estampar su rúbrica con un
nerviosismo que la desfiguró en parte, le pasó a través de la
diminuta ventanilla unos folios con el membrete del escudo de España en
la parte superior izquierda. Ella debía intuir su reacción, pues no
bien los tuvo entre sus manos se
despidió con un breve saludo y se marchó apresuradamente hacia la
salida, sin volver ni una vez la vista atrás. Leyendo los primeros párrafos
tuvo que reconocer que no entendía demasiado lo que allí se decía.
Iba desandando el pasillo y sus lentos pasos resonaban debido al eco
mientras buscaba lo que realmente le interesaba, el DEBEMOS ABSOLVER y
ABSOLVEMOS...pero no lo encontraba por ninguna parte. De repente empezó
a marearse, la sangre abandonó el cerebro y tenía la sensación de que
no se mantendría en pié cuando llego hasta la emisora. Debía tener el
rostro pálido y demacrado porque sus amigos le preguntaron si se
encontraba bien en cuanto le vieron. Se sentó en la primera silla que
encontró y mudo les entregó el papel que llevaba entre las manos:
DEBEMOS CONDENAR Y CONDENAMOS A LA PENA DE NUEVE AÑOS Y UN DÍA DE
PRIVACIÓN DE LIBERTAD A DON...
Manolo y Alex comprendieron el porqué de
su reacción y, tras algunas palabras soeces dedicadas a los Jueces y la
Justicia, trataron de animarlo, lo que resultaba harto difícil dada la
honda infelicidad que invadía todo su ser. Un llanto lento y profundo,
como si viniera desde lo más remoto del tiempo, comenzó a deslizarse
por sus mejillas. Ya no sentía vergüenza por sus lágrimas, las
primeras que derramaba en los ocho meses que llevaba preso, todo le era
indiferente en ese momento, ni tan siquiera la rabia brotaba en su
interior, solo dolor, un dolor agudo, tenso que lo tenía paralizado.
Dolor, el mayor que nunca había sentido. Y su alma por siempre
quebrada. El cuerpo sin voluntad fue arrastrado por sus amigos hacia su
celda, un rincón de intimidad en el que luchar contra el nihilismo que
pudiera acabar infectando a todos. La soledad era refugio, espacio
acotado a las miradas de los otros, los que no sabían. Alex terminó
por marcharse a cenar, a recoger algo de comida que luego pudieran
necesitar cuando el cuerpo encerrado pudiera encerrar el alma que
pugnaba por marcharse muy lejos de allí. Manolo cubrió su cabeza entre
sus brazos, sintiendo maternalmente como el llanto lo iba empapando
lentamente. Acarició su pelo como lo hacía a su hija cuando asustada
se refugiaba en él, un niño tan hombre perdido en la oscuridad sin
resquicios que impide comprender hacia dónde caminar para encontrar la
salida reparadora. Comenzó a besarlo despacio y con suavidad,
entregando con sus labios algo de la fuerza que sabía su amigo
necesitaba, aunque fuera a costa de agotar la suya. Ambas bocas se
encontraron en un gesto de amor sin sexo, acercando sus almas a un
espacio que solo ellos compartían sin comprender. No hubo malentendido
cuando atravesaron la puerta de sus cuerpos y fueron más allá, acariciándose
la piel que era un mapa por el transitar hacia la salvación. Rodaron
por la cama mientras se desnudaban mutuamente, ampliando el rezo que sólo
sus cuerpos acotaban. El gozo fue surgiendo desde donde se originaba el
dolor para devolverles a una materialidad que instantes antes se les
escapaba. No se preguntaron nada, ni a sí mismos ni al otro, todo
estaba claro, diáfano entre la oscuridad siniestra. El amor los acabó
de envolver para entregarlos a un rito nuevo, con unas reglas que se
creaban conforme crecía en ellos el placer. La excitación transformó
sus rostros húmedos en cuerpos humedecidos donde se mezclaban los
sudores, los secretos anhelos nunca confesados, los sueños de un futuro
sin encierro. El orgasmo se fundió para acoger las primeras risas, la
primera conciencia de lo que había ocurrido, para desterrar un
arrepentimiento que nunca había surgido, para comprender que durante
breves minutos estuvieron libres y a millones de años luz de allí. Se
miraron a los ojos, se volvieron a abrazar y a besar con la certeza de
que seguían siendo hombres, pero mejores y más felices. Sintió hacia
Manolo una ternura que hacía mucho no sentía por nadie. En el desierto
de la justicia abstracta había encontrado el oasis de un ser humano
concreto. Alguien de carne y hueso que le enseñó otro pliegue de la
realidad. Había
conseguido contactar con él. Al extraviar la dirección que él mismo
le dio antes de abandonar la República Dominicana, debió de buscar
otros cauces, por lo que resultó más complicado. Primero intentó
contactar con los amigos compatriotas de los que tantas veces le había
hablado, pero se habían marchado a vivir a Barcelona donde les
funcionaba mejor el negocio de ropa que meses antes iniciaran. Sin
embargo, en la búsqueda del matrimonio conoció a diversos dominicanos
que le habían tratado y que aportaron una información que, aunque
vaga, le dio las suficientes pistas como para encontrar la punta del
hilo que le conduciría hasta él. Al parecer, meses antes había
encontrado trabajo como redactor-jefe en una revista especializada en
informática. Las cosas le habían ido bien hasta que por motivos no
demasiado claros el dueño decidió cerrar la publicación. A partir de
ahí se había iniciado otra vez la búsqueda de un nuevo trabajo, lo
que le favorecía enormemente, ya que así era más fácil sacar algo en
claro. Parecía que la idea que tuvo unos días antes era buena y podría
funcionar. Como no deseaba abordarle directamente, no le llamó por teléfono,
pese a tener su número. Prefirió conocer sus movimientos, enterarse de
los lugares que frecuentaba para forzar un encuentro casual. Pudo
enterarse que algunos domingos se pasaba por un bar del barrio de
Carabanchel donde vivía para tomar un vermut antes de la hora de comer.
Así, no fue difícil tener un bonito y espontáneo reencuentro después
de tanto tiempo ¡El mundo es un pañuelo! Le recordaba perfectamente,
pero no podía ni imaginar verlo en España, pese a ser la persona que
te puedes encontrar en cualquier parte. Wilkins le recordó que ya había
estado por estas tierras, lo que tuvo que reconocer. Aunque su sorpresa
resultó mayúscula, tratándose de quien se trataba, todo era posible,
incluso encontrárselo en La
Tejada tomando tranquilamente una cerveza. Recordaron, cómo no, los
tiempos pasados allende el Atlántico, las anécdotas que compartieron,
las noches estrelladas del Caribe con ron y limones dulcísimos, las
mujeres y las pequeñas cosas que les habían unido. Pronto la
conversación giro hacia el presente, a lo que se dedicaba cada uno, a
los deseos insatisfechos. Wilkins dio por zanjada la cuestión con un
general a mis negocios, lo que
siempre decía con una vaguedad que podía abarcar los terrenos más
dispares. Él le contó lo que ya sabía, sus buenos tiempos en la
revista, la sensación de seguridad ante el futuro que se transformó en
desilusión cuando anunciaron el cierre de la publicación y el tener
que volver de nuevo a la búsqueda laboral. El dominicano se explayó
sobre lo difícil que estaba todo ahora en España, en que no era un
momento demasiado boyante para nada que se pensara hacer, etc., etc. De
repente pareció que una idea ocupaba toda su mente: por qué no se
marchaba fuera, a América,
si lo había hecho una vez y le había ido bien, a qué negarse a volver
a intentarlo. La verdad es que tras su regreso de Dominicana tuvo la
sensación de que nada de lo que había echado de menos le ataba
realmente, llegando a dudar de la conveniencia de su marcha, del
abandono de todo lo que allí tuvo. Cuando así se lo expuso Wilkins
trató extrañamente de disuadirlo, remitiéndole a las elecciones y los
últimos cambios que se habían producido. Por contra, le habló muy
bien del momento histórico por el que Panamá estaba pasando con todo
el asunto de las Bases gringas
y la devolución del Canal, lo que parecía a todas luces que no se
produciría ¿Panamá?, la verdad es que nunca le había pasado por la
cabeza ese país. Ahí Wilkins empezó a alabar el istmo, con playas
maravillosas en el Pacífico y en el mar Caribe, mujeres igual de bellas
que en dominicana y con grandes oportunidades para un periodista avezado
como era. Además, acabó por decirle, tenía buenos amigos en la
capital que no dudarían en prestarle toda la ayuda que necesitase. La
oferta parecía atraerle, comenzando la ilusión a hacerse un hueco en
su corazón, pero con la cabeza aún vacilante y descubriendo los múltiples
inconvenientes que se planteaban. En cualquier caso, la idea ya había
sido plantada, por lo que para hacerla germinar pronto le sugirió la
posibilidad de que se marchara primero unos días, para conocer el
terreno e ir tanteando las posibilidades laborales. Si le gustaba el país
y encontraba trabajo en un medio de comunicación de su interés sólo
tenía que regresar a por sus cosas para instalarse definitivamente allá.
La propuesta le pareció racional, por lo que le prometió dedicarse
unos días a pensar en ella. Terminaron charlando de muchos otros temas
mientras reían y apuraban las últimas bebidas antes de despedirse con
un abrazo, aunque todavía tuvieron tiempo de intercambiarse los números
de teléfono y de prometerle una llamada si se decidía nuevamente a
emprender la aventura americana. Wilkins paseó hacia el metro muy
animado: le conocía y sabía que acabaría por aceptar su propuesta de
irse unos días a Panamá, por lo que su problema con Don Dinamo
desaparecería y podría dormir mejor. Tenía que reconocer que Pedro
era un buen tipo, incluso lo apreciaba sinceramente, por eso cierta
desazón ensombreció su alegría. Hizo con su mano derecha la señal de
la cruz y le rogó a Dios que le diera suerte para que no le pasara nada
a su amigo a la vuelta de aquel maldito viaje. |