S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

La primera noche encerrado estuve en Panamá. Tumbado sobre la arena blanca, el Pacífico suave y transparente frente a mí, una ligera brisa que atenuaba la fuerza del sol brillante me llevaron a adormecerme y soñar que estaba lejos de allí, en una celda que compartía con dos desconocidos, un espacio reducido repintado de verde claro con una ventana cruzada por barrotes herrumbrosos y las paredes parcialmente cubiertas por fotos de mujeres desnudas en obscenas posturas. Era consciente de que soñaba, que no tenía más que abrir los ojos para volver a estar en la playa de Kobe y alejarme de ese lugar tan desasosegante. Sin embargo, una vez volví a ver el cielo turquesa, las palmeras y las tres pequeñas islas que como navíos varados parecían custodiar la costa continué teniendo esa sensación de irrealidad que sentía antes, que se empeñaba en no desaparecer. Intenté levantarme y pasear por la orilla del océano, pero no pude, algo me tenía clavado allí. Comencé a ponerme nervioso, a preguntarme qué era lo que me paralizaba. El viento ya no corría, el calor era ahora tan sofocante que sudaba copiosamente y oía con claridad unas extrañas voces, pero no sentía miedo, tan sólo deseaba que aquello desapareciese cuanto antes. Y así ocurrió. Me desperté y la realidad se manifestó contundente a mí alrededor: estaba en una celda repintada de verde claro con una ventana cruzada por barrotes herrumbrosos, con las paredes parcialmente cubiertas por mujeres desnudas y en compañía de dos desconocidos. Otros reclusos hablaban entre ellos a gritos, tenía el cuerpo empapado en sudor y al fondo la ciudad se insinuaba en una constelación de diminutos puntos luminosos.

 Las noches siguientes continué soñando con diversos lugares del exterior, mi casa y la de mi familia, parajes a los que había viajado, bares en los que solía disfrutar con mis amigos o calles por las que caminaba con frecuencia, pero siempre al despertar deseaba que al abrir los ojos la realidad fuese otra y no ese trozo de pared. Pero terminé por acostumbrarme y me levantaba cada mañana con tranquilidad, asumido el lugar donde me encontraba. Algunas semanas después sucedió lo contrario, era por el patio y las salas del módulo por las que paseaba con mis compañeros también en las horas dedicadas al descanso. Poco a poco se redujeron los sueños en los que estaba presente el exterior, ganando terreno los que sucedían en mi encierro forzoso. Al final, cada vez que dormía eran sucesos de mi nueva cotidianeidad los que generaba mi imaginación, mi conciencia o lo que sea que crea los sueños. Entonces supe que había perdido completamente mi libertad.

 Acabé por comentárselo a Juan, mi mejor amigo, y éste me dijo que no me preocupara ni le diera importancia, lo mismo le había sucedido a él y al resto de los que estaban ahí, se estaba "institucionalizando", como decía Morgan Freeman en la película Cadena perpetua, lo siguiente era escribir poemas talegueros, hacer cajas de madera o recoger pajarillos heridos para curarlos y tenerlos como mascotas hasta echarlos de nuevo a volar. No pudimos evitar reír abiertamente.

 Juan llevaba bastantes meses más que yo y era a quien siempre iban dirigidas mis dudas, quien me había enseñado todo lo que uno tiene que saber para comenzar a moverse en un sitio como aquel, cientos de reglas no escritas pero tan importantes o más que las dictadas por la dirección. Por él sabía cómo conseguir esos objetos prohibidos pero necesarios y que los guardias solían hacer la vista gorda cuando los encontraban, como colonia, o a quien dirigirme para que me prestaran algo de dinero, al cincuenta por ciento de interés, para acabar la semana.

 Ninguno de los dos teníamos problemas para dormir, pero éramos los menos. Por lo general, casi todo el mundo tomaba algo para conciliar el sueño. Unos se decidían por las substancias ilegales, heroína o hachís, aunque la mayoría prefería las pastillas que los médicos recetaban. A la hora del reparto diario de la medicación se formaba una gran cola frente a la cabina de los funcionarios. Las había de todo tipo, colores, formas o tamaños, pero todas tenían el mismo fin, robarle unas horas a la condena, aunque eso no fuera posible, y tener un rato de tranquilidad y soledad. Ésta era algo extraño, siempre se estaba en compañía de alguien, rodeado de gente, las mismas personas, las mismas caras de cansancio y derrota, pero a la vez se la sentía como una carga más, como algo insoportable que se intentaba por cualquier medio que desapareciera. No había más que percibir la ansiedad en todos cuando se anunciaba el reparto del correo. Incluso aquellos que desesperaban ya de recibir algunas letras del exterior corrían a apretujarse a ver si alguna de esas cartas era para ellos. Los afortunados, con el sobre y las hojas en la mano, buscaban algún rincón tranquilo donde poder degustar con calma el preciado regalo. No siempre eran buenas noticias, problemas familiares, la enfermedad o la desgracia de alguien cercano, tal vez la novia o la esposa que anunciaba que ya no podían más, que no soportaban la situación y habían decidido terminar con ella. Eso pronto se veía en las caras de los ávidos lectores, pero también se apreciaban los rostros dichosos, felices, iluminados de repente por unas palabras que eran más valiosas ahí dentro que el dinero. En algunas aparecía una foto, la imagen de una mujer amada o de un hijo, y entonces marchaba a enseñársela a aquellos que consideraba sus amigos antes de pegarla en el corcho de la pared de la celda donde poder verla a diario: otra forma de aliviar la constante soledad.

Juan y yo también nos sentíamos solos, pero afortunadamente no teníamos grandes problemas fuera, ninguna familia directa que nos esperase o a la que nuestra ausencia hubiera supuesto un  terrible trastorno, ninguna esposa o resignada novia a la que echar de menos: mejor así. Sin embargo, tuve que reconocer que cuando mi amigo me comunicó que se marchaba, que había conseguido el régimen abierto y que en pocos días estaría en la calle aparecieron en mi interior sentimientos encontrados. Por un lado, me alegraba muchísimo de tan buena noticia, siempre era así cuando alguien recuperaba la libertad, pero por otro supe que desde entonces me iba a encontrar todavía más solo, y eso, como es comprensible, me entristeció. El día antes de la partida la celebramos como se merecía, con unos porros y un poco de whisky comprado a precio de oro. Nos intercambiamos las direcciones y  prometimos continuar la relación, primero por carta, y más tarde en la calle cuando yo consiguiera salir.

 Desde entonces no era extraño que Juan apareciese en mis sueños, charlando o riendo o haciendo cualquier otra cosa, lo que siempre, al despertar, me hacía sentir culpable, era como volver a encerrarlo, aunque únicamente fuera en mi cabeza. El tiempo siguió su curso y disfruté del primer permiso, al que siguieron varios más, pero siempre era lo mismo: al dormir volvía a encontrarme tras los muros, paseando por el patio o en compañía de otros reclusos. Era como si mi espíritu ya no pudiera recuperar la libertad.

Pero ésta llegó, me concedieron el adelantamiento de la Condicional y ya no tendría que volver a pisar el recinto en el que había vivido los últimos años. No recordaba haber sido tan feliz desde niño. Me apresuré a recoger todas las cosas y a despedirme del resto de compañeros, a algunos con promesas de encuentros que mayormente no se producirían: son muchas las vueltas que da la vida. Tuve que ir poco a poco habituándome a las nuevas circunstancias, y también despacio comencé a soñar con un mundo poblado por todo tipo de gente, mujeres, ancianos y niños, en el que existían los coches y las calles, el ruido era más complejo e intenso y todo se producía a un ritmo más vertiginoso, pero así y todo seguía apareciendo de vez en cuando el otro lugar, el de altos muros grises, celdas y barrotes en las ventanas. Pero hubo toda una semana en la que no volvieron a surgir en las noches imágenes de mi pasado, luego fue un mes y ya nunca más soñé con mi encierro. Comprendí entonces que, al fin, había recuperado completamente mi libertad.