Antonio Palma
El sitio donde yo vivo no
es muy tranquilo. Hay gritos, discusiones, peleas, incluso algún
herido. El sitio donde yo vivo no tiene más de ochocientos metros
cuadrados, el único disponible para los más de cien tíos que pasamos
el día aquí, la tarde aquí, la noche aquí, los meses y los años aquí.
Un requisito imprescindible si quieres sobrevivir es ser casi
invisible, tanto para unos como para otros: ver
y callar. No es que esto sea muy difícil, se trata de algo sencillo,
pero hay algunos a quienes cerrar la boca les cuesta mucho, y eso que
puede llegar a ser muy peligroso. Y si no que se lo digan a Alfonso, que
por tener un cuerpo enorme y ser de los más fuertes creyó que se podría
librar. Duró lo que tardó el Mini
en enterarse del chivatazo: fue a su escondite y de vuelta
con un pincho le cayó encima apuntando directamente al corazón.
Iba directo a quitarle la vida, pero Alfonso lo intuyó y saltó en el
mismo momento y el hierro se le clavó en el bazo. Luego lo de siempre,
un revuelo enorme de funcionarios (que te preguntas dónde hay tantos)
con escudos y porras cortas separando a
los grupos para que nadie más intervenga y la bronca no se
extienda a terceros. Aunque sea lo que más temen, no es frecuente, aquí
somos demasiados y cada uno va a lo suyo intentando no romper el
precario equilibrio para que esto no se convierta en una selva. Como es
de imaginar, yo me muevo con los españoles, pero no tengo verdadera
amistad con ninguno de ellos, no me gusta esa solidaridad que hace que
te tengas que partir la cara con otros. En cualquier caso, lo evidente
es que con alguien te tienes que juntar, si no es peor, eres sospechoso
de raro, loco, chivato o algo peor. Juanito, sin ir más lejos, es la
mejor prueba: había entrado por violar a dos niños, pero no lo sabíamos.
Los funcionarios se encargaron de que nos enteráramos sin tardanza. Al
ser madrileño la cosa nos tocaba a nosotros, a los españoles, por eso de lavar en casa los
trapos sucios. Se le esperó hasta que fue al baño a orinar. Cuando
salió y se vio rodeado y sin cámaras su cara se puso lívida, pero
pronto su cuerpo comenzó a cambiar de color en innumerables partes, que
pasaban del rojo al morado. Tras unos minutos en que no se paró de
darle tortas, puñetazos, puntapiés y patadas por todos los lados se
percibió que sangraba en abundancia. Se le dejó
tirado debajo de los lavamanos. Poco después entraron los
funcionarios y se lo llevaron. No hemos vuelto a saber nada de él. No
nos interesa su futuro, lo importante es que no hay que vivir con él en
ochocientos metros cuadrados. Pese a que esto pueda parecer una
salvajada, hay cosas que nadie comprende, incluso en un lugar como éste,
y la rabia aquí se desarrolla con facilidad y los culpables están casi
siempre a mano, y si se trata de un intocable funcionario ya se
encontrará un momento oportuno: son muchos los años y la prisa muy
poca. Aquí, el que más o el que menos tiene una condena larga y el
futuro tan negro que el presente casi es mejor. Hay que aclarar que este
tipo de cosas no son privativas de nosotros, cualquiera hubiera hecho lo
mismo. Por ejemplo, los colombianos: la diferencia consistiría en que
le hubieran rajado el cuello de lado a lado y sacado su lengua por él (corbata
colombiana), lo que, además, supone un recordatorio y un aviso para
cualquiera que piense en joderlos. Ellos son los que manejan gran parte
del comercio de heroína, y, aunque aquí se gana mucho dinero con ello,
los problemas también son muchos. No es nada fácil tratar con yonquis,
con su adicta falsedad, con su ansia casi inquebrantable, con su egoísmo
en estado puro. Por ello, abren la mano en pocas ocasiones, siempre con
gente que no les fallará, y con el resto son de una fría indiferencia:
si no tienes para pagar busca, engaña, roba o deja de consumir, pero no
vengas sin dinero. Sin dinero nada de nada. Y tienen razón, como
bajes la mano una vez ya no te quitas a un tóxico
de encima sin tener que montar un lío con él, y aunque pueda parecer
lo contrario, aquí nadie quiere líos, bastantes problemas hay ya para
que venga un cabrón a traerte más. Y los colombianos son los primeros
que piensan igual. Ellos se comportan como una piña cerrada, se ayudan
en todo lo que pueden y si hay algún problema lo resuelven en la más
completa intimidad, porque si no es imposible que jamás los veas
discutir y menos aún pelear entre ellos. Son un grupo muy envidiado,
pero son mayoría y es imposible hacer nada contra ellos, eso lo tenemos
muy claro todos aquí, incluido los
nigeríanos, los segundos en mayoría, y competencia directa en esto de
proporcionar polvo marrón a los yonquís. Esto hace que las relaciones
entre ambos grupos sea complicada, tensa e incluso peligrosa, pero como
ambos saben que nadie triunfaría procuran coexistir como mejor pueden,
que en este caso es repartiéndose
el mercado y respetando el acuerdo escrupulosamente, aunque siempre está
el típico yonqui que pretende jugar a las dos bandas y termina por
joder las cosas, surgen los enfrentamientos y los pinchos y los heridos,
y detrás de ellos los funcionarios, los escudos y las porras
pequeñas, los traslados a celdas de aislamiento y el resto de medidas
disciplinarias. Curiosamente, los causantes de todo salen siempre
inmunes, será que tienen la boca muy grande y el valor muy pequeño.
El caso es que yo voy por mi camino, no me meto con nadie y no
permito que nadie me falte el respeto. Es importante el respeto, muy
importante. Aquí es lo más importante. Por eso no es necesario haber
pasado mucho tiempo en un sitio de estos para saber que los yonquis son
la especie más peligrosa de todas. Esos no tienen respeto a nada,
empezando por sí mismos. Cada mañana, al levantarse, su primer
pensamiento es para su amada, es decir, piensan en cómo buscarse
la vida para conseguir a su amada. Los inventos, los líos, las
mentiras, muchas son las maneras para llegar a tener una papela que
fumar, cualquiera es buena si el resultado es el mismo. Luego, cuando se
ha terminado la frenética búsqueda cada tóxico pasea su pedo
por donde quiere y lo mejor que quiere, aunque haya aún un par de
cosillas para encontrarse en su falso paraíso: un café y algo de
tabaco. Unos cruzan el salón una, mil veces de un extremo al otro
manteniendo con su compi una
conversación ininteligible de bocas gangosas. Otros se quedan
acurrucados en la zona más cálida para vegetar en un sueño sin horas.
Para todos ellos el resto ya no importa hasta que todo desaparezca y
haya que empezar de nuevo. Menos ellos, que no tienen nada que perder,
aquí todos andamos vigilantes, sin bajar la guardia en ningún momento
porque al mínimo descuido te han quitado lo poco que poseas. Luego te
vienen todos con que somos compañeros y que el que roba a un compañero
es un hijoputa. Sí, pero seguro que entre ellos está el mismo que te
ha quitado las cosas. En el trato hacia los yonquis, los nigerianos
piensan igual que los colombianos: nada de fiar, siempre con el dinero
por delante. Y es que no hay otra manera. Entre ellos hay también
bastante unión, aunque a veces tienen sus diferencias
y las resuelven a voces, en medio de la sala y con ese inglés goloso y
lleno de fuckoffblackman que
ellos utilizan. En realidad los nigerianos no están mal, no son mala
gente, aunque no te puedas fiar de nadie. Ni de ellos ni de nadie. Están
en un continente completamente distinto y hasta que se enteran de qué
va esto del primer mundo andan bastante perdidos. Se nota en seguida quién es
recién llegado y quién lleva mucho entre nosotros. Ahora, que nadie se
engañe, si tienen que arreglar los problemas por las bravas son los
primeros que tiran de pincho, y luego que pase lo que tenga que pasar.
Cuando te hierve la sangre y el odio y la violencia te dominan, ya no
hay marcha atrás. Sólo entregarte a tu rabia y hacer daño, más y más
daño. No es que yo lo justifique, maltratar a otra persona está mal,
ya lo sé, pero hay veces que es imposible aguantar porque hay tíos por
ahí que no son personas, no son más que basura, mierda...pero dejemos
esto. Lo importante es que hay veces que entiendo a esos negros. Pero a
ver quién es el primero que baja la guardia, que demuestra debilidad,
entonces sabes que tu tranquilidad la has perdido hasta que salgas de
aquí, ya nadie te va a respetar, y sin respeto no se puede vivir en
ochocientos metros cuadrados, lo mejor es pedir que te trasladen y
empezar de nuevo allí. A más de uno que entró muy kíe
he visto salir con el rabo entre las piernas y casi a hurtadillas, con
el miedo bien asentado bajo sus costillas y sin mirar atrás. En esto se
llevan la palma los moros. Los moros se pelean entre ellos, se hacen
amigos y se vuelven a pelear, se enfrentan con los blancos, con los
negros, con los mulatos, con todos tienen alguna afrenta o algún pleito
¡Y yo no soy racista!, pero lo de los moros lo sabe todo el mundo.
Tienen el control de la venta del cannabis, es decir, de lo más fácil:
gente normal que paga al momento y que en su mayoría no quiere
problemas, pues así y todo siempre están metidos en algo dudoso,
diciendo unas cosas a unos y otras a otros y mintiendo en ambos casos.
Nunca llegas a tener claro del todo qué piensan, qué es lo que
verdaderamente quieren, y así no hay manera de fiarse de ninguno de
ellos. En eso se parecen más a los gitanos: ambos son pueblos
traicioneros. Lo malo de los gitanos es que son más cobardes, nunca un
tema se resuelve con el que has tenido el conflicto, sino con toda la
familia que, por supuesto, también están presos. Además, dicen que
chivarse de un payo no es chivarse: ¡cómo para sentir compasión de
alguno! Lejos, los gitanos y los moros lejos, cuanto más lejos mejor,
lo demás no son más que problemas, ¿y quién quiere problemas en ocho
cientos metros cuadrados? Bueno, ochocientos metros cuadrados incluyendo
el patio, en el que es imposible estar más dos tercios del año por el
frío que hace. No hay ningún gracioso al que se le ocurra salir,
exceptuando a alguno de los presos de ETA, pero estos también están
locos como todos sabemos aquí. El caso es que en el verano se está muy
a gusto paseando al fresco por el patio: cuarenta metros de ida, giro y
cuarenta metros de vuelta, no hay más. La mayor parte de nuestro mundo
se reduce al comedor, sólo utilizable a las horas establecidas, y a la
sala, una larga franja separada en dos por unas cuantas sillas metálicas
atornilladas al suelo. Eso es todo. Y no es que yo me queje, que no me
suelo quejar de nada, es un sitio medio caliente y siempre procuras
encontrar algo que hacer. Por las mañanas, después de desayunar,
cuando todos se han quitado
las últimas legañas y las platas están negras porque la heroína ya
se ha quemado y los porros extinguidos, se forman los distintos chiringuitos:
los nigerianos reunidos junto a un par de mesas hablan de lo humano y de
lo divino, sobre todo de lo humano, los moros toman té del economato y
sus voces parecen una discusión continua, los colombianos se sientan
alrededor de los naipes y matan el tiempo riendo ruidosa y abiertamente
y jugando y apostando dinero al chinchón,
mientras los españoles nos entregamos al dominó o al parchís. Sí, sí,
al parchís ¡Menudas peleas se han montado por el dinero perdido al
parchís! Aquí nada es inocente. Los gitanos suelen ponerse al fondo,
el lugar más discreto, enchufan el casete y escuchan flamenco o alguna
otra horterada. Lo peor es cuando se entusiasman y comienzan a palmear
al ritmo del palo que está
sonando en ese momento, como unas bulerías, entonces te entran unas
incipientes ganas de destrozar su aparato musical, pero no lo haces
porque centímetros más allá el vallenato o la salsa alegra a los
colombianos, y un poco más lejos, muy poco, el regue
africano hace bailar a los nigerianos (aunque no sé si todos son
nigerianos, qué más da), el locutor de televisión grita con todas sus
fuerzas, tú lo haces por encima de todos para intentar mantener una
conversación y cuando callas e intentas oír a los pink
floid te das cuenta de que
te estás quedando sordo porque eres capaz de escucharlo todo y
distinguir cada uno de los sonidos y las palabras y todo es demasiado
raro. Cuando tantos tan distintos viven en tan poco espacio todo se
vuelve demasiado raro. Por eso hay que huir, de una manera o de otra
pero tienes que huir, sentirte como si estuvieras a miles de kilómetros
de aquí y la soledad no fuera el mayor silencio siempre rodeado de
gente, envuelto en gente, disuelto en gente. Unos inventan una forma,
otros recurren a los clásicos, a las drogas. Tanto unos como otros
pretendemos lo mismo: encontrar algo que parezca una vida en este sitio
en el que y |