S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

Nunca lo hubiera imaginado, pero ocurrió. Por mi cama y por mi vida han pasado muchos hombres. Tengo veintiocho años, un buen cuerpo, soy atractiva ¡cómo no voy a conocer a los hombres! La mayoría me mira y lo primero que quieren es acostarse conmigo, por lo que conozco bien esas miradas que te desnudan, ávidas de deseo, y las otras, las que lo esconden detrás de una falsa indiferencia. Pero no les tengo miedo, sé cómo manejarlos, en el fondo no son más que niños con muy pocas ideas en la cabeza, aunque eso sí, esas ideas son fijas. He aprendido a servirme de ellos. En cuanto a la caída, no fue culpa de Javier, el pobre está mucho peor que yo en el pozo que le ha tocado, por lo que no puedo decir que me utilizara. Éramos socios en lo de la coca y salió mal, eso era todo, no había que darle más vueltas. Había sabido adaptarme pronto a esto, en el fondo no es mucho peor que la calle, al menos la que yo conozco, y como es mixto no tardé en buscarme un hombre. Mikel es muy diferente a Javier, incluso a la mayoría de los hombres que he conocido. Es un político vasco, por lo que no podemos hablar de política porque me pone enferma y nunca estamos de acuerdo en nada. Pero es muy dulce, una persona con mucho miedo y muchas dudas en su corazón, que se entrega porque lo necesita. Fue difícil para mí tener que decírselo, ya no sólo por la ruptura, sino por todo lo que significaba lo que estaba ocurriendo. Se lo tomó muy bien, incluso fue más comprensivo de lo que esperaba, pero sé que le dolió mucho. Unas veces la cabeza te dice una cosa y el corazón se rompe diciéndote lo contrario. Eso fue lo que le ocurrió a Mikel, no podía evitar el sufrimiento que sentía. Ahora está mucho mejor, nos vemos de vez en cuando y seguimos siendo amigos. Yo no quise en ningún momento hacerle daño, pero sucedió lo que nunca hubiera pasado por mi cabeza. Es cierto que antes no había estado realmente enamorada, pero descubrir ese sentimiento de esa manera fue algo que nunca hubiera imaginado.

 Su llegada fue un soplo de aire en mi vida monótona, vacía. Me limitaba a trabajar y a estar en casa, cocinando, limpiando y viendo la televisión. Algunas veces iba con unas amigas al cine, a tomar algo o al cenar, pero tampoco era mucho aquello teniendo en cuenta que ninguna sabía nada, era como esconderse continuamente mientras te muestras a los demás, un completo engaño, y así nuestra amistad vale bien poco. Todavía las veo, pero mucho menos que antes, algún cumpleaños o fiesta, para seguir el contacto y no dar por rota la relación. Yo lo estaba pasando mal en esa época, me mostraba siempre irritada en el trabajo, y aquí esas cosas son especialmente delicadas, aunque eran las internas quienes soportaban mi mal carácter. En realidad era porque estaba amargada y era consciente de ello, y eso me llevaba a sentir una enorme rabia. En mi caso era muy fácil sentirse así, llevaba la típica vida que nadie quiere, casi todo el mundo la descartaría porque hay cosas más importantes que el sueldo y muchos sitios donde trabajar, y no para mantener una familia, simplemente por obstinación e independencia. Pero es que llegó un momento en que no soporté la casa de mis padres, su celo, sus continuas injerencias, y tuve que marcharme de allí, cuando la situación era ya insostenible. Esa fue la razón para preparar oposiciones, de lo que fuera, me era indiferente, lo que necesitaba, con lo que soñaba a diario era con tener un trabajo fijo y mi casa. Mi espacio y mi dinero. Y lo conseguí, aprobé uno de los exámenes a los que me había presentado y fui la mujer más feliz del mundo. Los nervios de encontrar un apartamento, el traslado, el principio de mi nueva vida en soledad que tanto ansiaba, todo me producía una sensación de plenitud, de libertad. Pensar que la soledad podía darme la libertad fue el mayor error que cometí, no tardé mucho en darme cuenta que puede ser la peor condena. Tener que levantarse cada mañana para iniciar una vida completamente vacía, absurda, que no camina hacia ningún fin. Por eso la llegada de Lola supuso un soplo de aire.

 Fue curioso darme cuenta de su mirada, y eso que la conocía bien. Todo parecía muy frío, muy burocrático, pero sabía que al mismo tiempo había algo más implícito. He recibido las suficientes miradas para distinguir perfectamente el significado de cada una de ellas, y en esa había una insinuación perfectamente calculada. Había conseguido despertar el deseo en muchos hombres, pero era la primera vez que una mujer me lo demostraba. Por eso me sorprendió, me pareció casi divertido viniendo precisamente de ella, de doña Inma, como todas la llamábamos, tan envarada, tan estirada, tan seca. Solía ser amiga de pocos favores y nunca sabías cómo te podía contestar, aunque adivinabas fácilmente que nunca podrías contar con su dulzura. Era de las que le gustaba mantener la disciplina en el módulo, ateniéndose siempre a las reglas y poco dada a escuchar. Le tenías que contar lo que necesitabas resumido y rápido si no querías que se desentendiera a mitad del parlamento. Ninguna imaginábamos que pudiera tener un corazón bajo esa coraza, pero lo tiene, y es mucho más débil de lo que la gente cree, pero entonces yo tampoco la conocía, me limitaba a pensar como las otras. Por eso  mi reacción al sentir su mirada fue entre sorprendida y divertida, como si se tratara de una más de las anécdotas de este lugar, aunque tampoco puedo negar que también me sentí halagada. Los días siguientes no fueron muy distintos, cada vez que ella tenía guardia me llamaba a cabina para cualquier cosa y encontraba de nuevo esa mirada, esa actitud, aunque podía percibir que cada vez era sutilmente más abierta, como si estuviera próxima a dar el siguiente paso, aunque nunca llegara a tanto. No sé muy bien cómo, pero la barrera entre nosotras se fue difuminando, me hacía pequeños favores que yo agradecía y se mostraba algo más amable, incluso con el resto de las compañeras. Como algunos días salía fuera de la cabina y paseaba por la sala terminamos por coincidir y charlar un poco, aunque yo no soy amiga de hablar con las funcionarias, y menos delante de todas las demás. Sin embargo, tengo que reconocer que me gustaba eso de hablar de cosas insulsas, la conversación más trivial, y que existiera debajo la represión, lo que realmente sientes mostrándose de manera velada. En uno de esos momentos me di cuenta de que tenía unos ojos muy hermosos, oscuros y misteriosos, pese a que los escondía detrás de unas gafas. Fue un momento en el que se las quitó distraída, no duró mucho, pero pensé claramente: “tiene unos ojos preciosos, y en realidad su cara es de una belleza extraña”. Era la primera vez que un pensamiento así se cruzaba por mi cabeza, pero no me perturbó, al contrario, me sentí especialmente tranquila.

 Era llegar al módulo y ponerme nerviosa, no podía evitarlo. Sabía que estaba ahí, que pronto aparecería y la vería, que casi no podría desviar la mirada. Y no quería que se sintiera vigilada, incómoda. La verdad es que no sabía qué hacer. Lola me parecía una mujer inalcanzable, no tenía la más mínima posibilidad, y sin embargo había algo que me llevaba a actuar, a no poder reprimirme con el peligro que suponía quedar al descubierto delante de todas, un pequeño escándalo para un sitio como aquel. Yo no lo quería, tenía pánico a que una cosa así ocurriese, desde siempre ha sido mi miedo, y sin embargo una y otra vez la llamaba a la cabina, inventándome los motivos, sólo por tenerla más cerca. Algo irresistible en contra de la lógica me lo dictaba y era presa de ello. Cuando hablábamos tras el cristal no podía contenerme, observaba sus labios, sus pómulos, la expresión de su cara y el corazón se me disparaba en el pecho. Quería tratar con ella de la manera más neutra, pero me era imposible. Terminé por hacer todo aquello que no se debe, con el control casi perdido, aunque hoy no me arrepiento de nada. Se notaba mucho mi predilección por ella porque era la única a la que le solucionaba algunos pequeños problemas, que siempre me sabía agradecer. Salía de la cabina en aquellos momentos que la veía sola, escuchando música alejada de las otras, me acercaba distraída intentando que pareciera un paseo rutinario, aunque no la engañaba. Ella apagaba el walkman, se quitaba los auriculares y esperaba a que fuera yo quien iniciara la conversación, que siempre empezaba por detalles cotidianos para intentar pasar a lo personal para permitirme que la conociera y, lo que es más importante, que ella me conociese a mí, que supiera que detrás de la máscara que llevo hay una persona sola, vacía, asustada. En cualquier caso, siempre hablábamos de trivialidades, de los pequeños gustos personales, como mucho, pero era como si cada una de esas palabras significara algo más, un lenguaje secreto y escondido que nos permitiera decir todo aquello que no podemos pronunciar, que no puede ser oído. Comprobaba que ella se encontraba a gusto, que no rehuía mi compañía hasta que no estaban cerca otras compañeras, entonces se marchaba, pero mientras estábamos a cubierto del resto de las miradas se mostraba con cordialidad, con una simpatía que me llevaba a concebir ciertas esperanzas. Me obligaba a decirme a mí misma: “es imposible, no seas tonta, no te imagines lo que no es porque luego te vas a encontrar con la realidad y te vas a hundir”, pero necesitaba dejar entrar un rayo de esperanza en mi absurda existencia. Y en una de aquellas mañanas, en una conversación que se anunciaba igual a las demás, ocurrió. Fue un instante, me quité las gafas en un acto inconsciente y no tardaron en volver a su sitio, pero ahí estaba esa mirada sobre mí ¡Por primera vez ella me veía, sabía quién era yo y entraba en su vida!  Percibí que podía ser mía, y eso me hizo muy feliz, pero sobre todo me sentí especialmente tranquila.

 Supe que estaba enamorada cuando me dieron el primer permiso. Me llamó el Educador para decirme que teniendo en cuenta el tiempo que llevaba cumplido habían decidido darme la primera oportunidad, a ver cómo me portaba y todas esas cosas, y de repente dejé de oírle y sólo pensé: ¡Tengo que verla fuera! Fue esa sencilla necesidad la que me llevó a darme cuenta de que me había enamorado, que no tenía nada que ver con lo que hasta ese momento había sentido, y que me era indiferente que se tratara de una mujer. Me llevaba a descubrir una parte importante y verdadera de mí misma, y eso fue suficiente alegría como para que no me sintiera confundida. Fue, sencillamente, una sorpresa. Mikel me ayudó con su comprensión, no sentía ningún tipo de fobia ni le escandalizaba el tema, aunque no lo esperaba, en una mujer como yo nunca lo hubiera pensado. Las lágrimas las derramó por dentro. Si hubiera sido cualquier otro tío se habría montado un buen escándalo, pero él me lo hizo mucho más fácil. Con la hoja del permiso en la mano procuré acercarme a ella, que enseguida notó que ocurría algo, pero no pudimos encontrarnos hasta más tarde. En cuanto estuvimos solas le conté lo del permiso: pensaba que se iba a alegrar mucho, sin embargo puso una cara descompuesta que no tardó en ocultar para felicitarme sin demasiada convicción ¡Yo estaba deseando traspasar la línea, en un momento de júbilo, y ella reaccionaba así! No lo entendía y no pude evitar preguntárselo abiertamente. Me contestó que así serían unos días en los que no podría verme. Me conmovió una declaración tan clara, como si acabara de arrancarse la máscara del rostro, vencido el miedo. La hubiera estrechado contra mí para tranquilizarla, aunque eso era imposible, por lo que le dije con la mayor ternura que quería verla fuera, en los días del permiso. Se le iluminó el rostro de una forma tan espectacular que me hizo sentir a mí muy dichosa.

 Llevaba unos días que la notaba muy nerviosa, muy excitada, incluso irascible, pero siempre que le preguntaba me contestaba con evasivas, no había forma de averiguar lo que estaba pasando, qué era aquello que la tenía en ese estado. Una mañana la veo haciéndome gestos con una papel, entonces me dio un vuelco el corazón, ¡sabía que serían malas noticias, que se marcharía, que no podría verla! Estaba en un momento en que me era imposible abandonar la cabina, lo que me ayudó, estaba demasiado afectada para habernos encontrado así. Algo más tranquila fui a encontrarme con ella, y en cuanto estuvimos solas me enseñó el permiso que le acababan de conceder. No pude evitar la expresión de dolor, aunque intenté cambiarla al instante, fingiendo alegrarme. Me desarmó tanto al preguntarme sencillamente qué me pasaba que terminé diciéndole la verdad, que serían unos días que no la vería. En cuanto acabé la frase me arrepentí de haberla pronunciado, quería que me tragara la tierra de vergüenza, pero fue algo muy distinto lo que ocurrió: se abrió el cielo al decirme con una calidez maravillosa que quería verme fuera. Me sentí de repente más viva que nunca, algo inmenso se mostraba ante mí, un futuro dichoso, sin miedos ni angustias y en el que había desaparecido por completo la soledad. Entonces sí me sentí libre, más libre que me había sentido jamás. Una felicidad intensa recorría todo mi cuerpo y al mirarla supe que ella también era feliz.

 A la casa de Inma habían ido otras mujeres, pero nunca fue el escenario de un encuentro tan trascendental. Tampoco habían sido demasiadas, alguna esporádica amiga que terminaba en la cama y cuya relación se consumía tan deprisa como había surgido. Un encuentro de dos soledades fruto de la necesidad, nada más. Lo de aquella tarde era muy distinto. No solía beber, pero la tensión la llevó a servirse un poco de ginebra en un vaso que completó con agua tónica. Bebió despacio, deleitándose con cada pequeño trago, procurando retener en su memoria todos esos sucesos que todavía no se habían producido. Cuando estaba terminando el tercero sonó el timbre de la puerta de abajo. Cogió el telefonillo y preguntó. Era ella. Su ánimo comenzó a burbujear, apretó el mecanismo de apertura y más nerviosa que nunca se fue a tirar el resto de la bebida, a lavar el vaso y a echarse en la boca un poco de pasta de dientes para que el aliento no le oliera a alcohol. En cuanto el ascensor llegó a la planta abrió la puerta y le pidió que pasara. Llevaba un pantalón vaquero ceñido y una simple camiseta de manga corta blanca, el pelo moreno algo revuelto, más hermosa que nunca. Lola empezó a contar todas sus aventuras para salir, llegar hasta la casa de la asociación con quien tenía la acogida y convencer a la responsable de que no pasaba nada, que iba a estar con una amiga muy respetable y que todo iría bien. Le dio la dirección y el teléfono, podía llamar las veces que quisiera para comprobarlo, no tenía ningún inconveniente. Luego se había dirigido a la comisaría a firmar y, por fin, había acabado todo, se vino para aquí directamente. Bueno, casi, antes había pasado por casa de una amigo a hacer una gestión importante. Todas sus explicaciones fueron aceleradas, como si deseara finalizar con aquello cuanto antes. Inma no la interrogó con la mirada como esperaba, eso la tranquilizó, por lo que no esperó ninguna pausa para acercarse a ella y besarla en los labios. Fue un contacto pequeño, suave, y le encantó, mucho más de lo que esperaba teniendo en cuenta que era la primera vez que besaba a una mujer. Hubo un segundo y un tercero, luego un torrente hasta que sus bocas se acostumbraron y necesitaron para entregarse a un beso largo, profundo, expresión de deseos mucho tiempo reprimidos dentro. Cuando se echaron sobre el sofá, entrelazadas en un abrazo, se sentían con una vieja complicidad, como si fueran hermanas y se conocieran de toda la vida. Así había sido el primer momento, la sensación de una confianza absoluta, con eso tenían mucho sobre lo que construir. Hablaron y hablaron, se tomaron alguna copa, incluso Lola se atrevió a sacar una pastilla de hachís para hacerse un porro, lo que a Inma, extrañamente, no le importó, y rieron, se conmovieron, se abrazaron y se besaron millones de veces hasta que supieron que el momento había llegado. Lola cogió a Inma y preguntándole dónde estaba el dormitorio se la llevó hasta allí para empezar a desnudarla en cuanto entraron. La otra se sentía turbada por la decisión con que actuaba su amada, incluso parecía que los papeles estaban cambiados. Luego se quitó las pocas ropas que llevaba arrojándolas por cualquier lado. Sobre la cama se entrelazaron e hicieron el amor sin ningún rubor, los sentimientos eran tan fuertes que pareció que era la primera vez, como si esa pureza intensa que las llevaba una a la otra las hubiera vuelto vírgenes de nuevo. El largo goce las dejó extenuadas, pero Inma aún tuvo energías para levantarse y con aire misterioso anunciar que enseguida regresaba. Apareció casi al instante con una botella de champán  y dos largas copas de cristal ¡Tenían que celebrarlo! Lola se encargó de los preparativos, luego brindaron mirándose a los ojos y bebieron con una felicidad intensa que resultaba contagiosa. Era un buen momento para un porro, Lola no dudó en hacerse uno, pero cuando llevaba dadas unas pocas caladas su amante, inesperadamente, se lo pidió. Fumó torpemente, pero encantada de lo que hacía, lo que las divirtió. Cuando éste estuvo extinguido y las copas vacías volvieron a abrazarse sobre la cama, cansadas, pero tan dichosas que ninguna quería entregarse al sueño, necesitaban alargar la noche todo lo que fueran capaces. No pudieron evitar retomar la conversación sobre su encuentro, sobre cómo se había desarrollado, sobre el significado de ciertos juegos que ahora aclaraban y sobre las sorpresas maravillosas que da la vida. Estaban encantadas, reviviendo esos momentos que permanecerían frescos en su memoria, pese a que cuando las palabras anunciaban el futuro cambiaban abruptamente de rumbo, todavía no querían pensar en lo que tenían por delante.  En un abrazo terminaron por dormirse, primero Inma, después Lola, que aún tuvo tiempo de dedicarle una mirada llena de dulzura a su amada.

 Los siguientes cinco días fueron los más felices en la vida de ambas. No hacían grandes cosas, escuchar música, preparar algo de comida, pero todo lo hacían juntas, sin querer separase un instante. Cuando sonaba el teléfono y la encargada de la asociación se quedaba tranquila tras la comprobación diaria salían un rato a pasear por las calles, que ahora veían con ojos muy diferentes, pero no tardaban en regresar, era frustrante tener que contener el deseo de cogerse de la mano, de abrazarse, de darse un beso. Aunque en su relación había sexo, lo que la presidía era la ternura más profunda que se manifestaba en la forma de explicarse así mismas, en intentar ser lo más sinceras que podían. En definitiva, en desnudar sus almas. Durante ese corto lapso de tiempo su amor se había asentado, se habían confesado todas sus dudas y solventado los principales escollos, sólo restaba saber cómo se iban a enfrentar con el futuro. Una cosa quedaba clara: aún con la máxima discreción seguirían viéndose en el Centro y esperarían hasta el siguiente permiso, que de nuevo les traería la completa felicidad. Una vez que Lola consiguiera el régimen abierto sería el momento de plantearse definitivamente sus vidas, que pasaban indefectiblemente por estar juntas. Se amaban y ninguna estaba dispuesta a renunciar a ello, por muy caro que fuera el precio que tuvieran que pagar. La última noche hicieron el amor con un frenesí especial, mezcla de pasión y rabia por la inminente despedida, luego abrazadas no pudieron evitar llorar en silencio, sabiendo perfectamente cada una los sentimientos que embargaban a la otra. No conciliaron el sueño hasta el amanecer, pero al poco se despertó Lola. Al mirar a Inma dormida, con una expresión de absoluta beatitud, no pudo evitar sentir una punzada de dolor en el pecho. Se duchó con sigilo, sin hacer demasiado ruido, se vistió, se fumó un porro que en ese momento necesitó más que nunca, cogió su bolsa de viaje y se marchó. Pocas horas más tarde volvería a estar dentro, en ese mundo cerrado aparecería de nuevo la línea invisible y sutil que lo divide en dos y que nadie se atreve a cruzar, y, sin embargo, ellas habían conseguido romperla.