Antonio Palma
Ser
invisible. Ese había sido su problema. Invisible en una familia donde
por ser el cuarto de siete hermanos nunca nadie le había prestado
atención, en el colegio, donde iba pasando los cursos sin pena ni
gloria y los mismos profesores le volvían a preguntar cada año su
nombre como si fuera un recién llegado, y ante el espejo, en cuya
imagen no se reconocía. Invisible para todos. El tiempo le llevó al
final de las clases y a optar por un trabajo, aquello de estudiar no era
lo suyo. Entró en una
distribuidora literaria, en el almacén, cargando y descargando libros,
haciendo paquetes, aunque jamás abriera uno de aquellos miles de volúmenes
que tenía a su alcance. Hacía su cometido con eficiencia, pero sin
celeridad, siempre estaba disponible cuando se le necesitaba, pero ni aún
así nadie pasaba de decirle "chico" cuando se dirigían a él.
No era el único de los que compartían el ajetreo diario del almacén,
pero tampoco estaba seguro que alguno hubiera reparado en su presencia.
Sin embargo, una tarde, al final de la jornada, se le acercó un
muchacho poco mayor que él, se presentó diciendo que era el conductor
de la furgona de reparto para
anunciarle que con otros compañeros iba a tomarse una cerveza, por si
le apetecía ir con ellos. Se sintió tan sorprendido por lo inesperado
que no pudo más que aceptar farfullando sin sentido y moviendo
verticalmente la cabeza. En un bar que no estaba muy lejos se encontraba
el resto del grupo. Al llegar se fueron presentando cada uno por su
nombre, acompañando dicho gesto con un apretón de manos que sellaba el
encuentro. Cuando todos hubieron terminado, en un silencio casi
expectante pudo decir bien claro con voz resonante: "Eduardo".
Era la primera vez que hacía algo así, y le gustó. Luego se fueron
formando las distintas conversaciones y quedó diluido entre uno
de tantos. La costumbre del bar al salir del trabajo se repitió a
diario desde entonces, no podía decir aún que tenía amigos, pero por
lo menos existía para alguien, y en especial para Alberto con el que
solía coincidir, tras abandonar la reunión, camino de la parada de
autobús, aunque luego cogieran líneas distintas. Tras unos meses de
paseos por el frío de las calles siempre siguiendo el mismo camino para
repetir a diario el gesto cansino de despedida terminaron por intimar lo
suficiente como para hablar de sí mismos. A Alberto le encantaba la música
y lo mareaba con un montón de nombres en inglés de grupos y de
canciones, también le decía que le gustaría ser uno de esos
guitarristas, y viajar y conocer a mucha gente importante y ganar mucho
dinero. Siempre le prometía dejarle una cinta para que la oyera en casa
y flipara, pero nunca llegaba
a cumplir su promesa, de todas formas le daba igual: él no tenía donde
escucharla. Algunos lunes venía contando algún concierto al que había
asistido y que había estado, como siempre, de
puta madre. Eduardo, por el contrario, casi nunca decía nada, no
por timidez, simplemente no tenía nada que decir. En uno de esos lunes
en los que Alberto se mostraba más cansado que de costumbre, se acercó
a él y le susurró muy misterioso que luego tenía una sorpresa para él.
Pese a que no volvió a pensar en ello en el resto del día, tras
tomarse unas cervezas en el bar, ese día alguna más de las habituales,
iniciaron el recorrido acostumbrado y, en cuanto se quedaron solos, sacó
del paquete de cigarrillos uno liado manualmente, algo más grueso de lo
normal, explicando que le había sobrado una piedra
del fin de semana, un costo de
puta madre. Tras darle unas caladas profundas, reteniendo el humo en
los pulmones, se lo pasó a Eduardo que se limitó a repetir lo que había
visto hacer al otro. Al cabo de unas pocas chupadas acabó tosiendo sin
parar y cuando lo consiguió fue para ponerse blanco y tener que
apoyarse en un árbol para expulsar por la boca el contenido íntegro de
su estómago. Definitivamente no le había gustado, sin embargo, en
cuanto volvieron a quedarse a solas al día siguiente lo primero que le
preguntó fue si todavía le quedaba alguno de esos cigarrillos. Alberto
rió abiertamente y le dijo que sí. Se sentaron en un banco discreto y
éste comenzó a liarse uno, mientras Eduardo no se perdía ninguno de
sus movimientos con los ojos muy abiertos. Cuando hubo terminado se lo
pasó junto con el mechero y le dijo: ¡Toma, enciéndelo! Percibió en
el gesto cierta dedicatoria, como si de un pequeño regalo se tratase,
otra vez una nueva experiencia en su vida, no estaba acostumbrado a que
nadie le diera nada. Lo prendió aspirando fuerte, hinchando el pecho y,
aunque hubo un conato de tos, consiguió aplacarla. Tras repetir la
operación se lo devolvió a su amigo, empezaba a sentir que ya podía
llamarlo así, y éste lo recibió con una sonrisa de oreja a oreja. A
los pocos minutos una sensación nueva lo dominó por completo, no sabía
que era aquello, pero le estaba enseñando a ver, después de haber
mirado tan mal toda su vida. Se despidieron entre risas, y eso estaba
muy bien, era divertido, pero lo realmente importante fue que al llegar
a su casa y ponerse delante de un espejo se había reconocido. Ya no era
invisible para sí mismo. Desde entonces supo que había algo más, un
mundo que lo rodeaba y que estaba obligado a vivir en él, pero no le
gustó, pese a que desde entonces no volviera a fumar más que en alguna rara ocasión. Su empleo, lo que hacía
cada día, empezó a aburrirlo, a parecerle feo, triste: tener que pasar
ocho horas todos los días encerrado en un sótano, sin la luz del sol,
con tantas cosas que había para hacer ahí fuera. En los pocos ratos
que le quedaban libres terminó por abrir uno de aquellos libros y
sumirse en la lectura, aunque le llevaba meses acabar uno de aquellos
ejemplares. Con Alberto terminó por ir a un concierto de un grupo más
bien punky, y, aunque eso de bailar dando saltos y golpeándose unos a
otros no le gustó demasiado, reconoció que la experiencia había sido flipante.
Vio otro tipo de gente, personas que pensaban distinto a la vulgaridad
que le rodeaba, quizá no compartiera con ellas esa manera de ser, pero
él también se sentía continuamente distinto a los demás. Su único
amigo le habló de gente que se buscaba
la vida pasando chocolate: "fumas gratis y siempre tienes pasta para
irte de marcha a tomarte unas copas ¡Hay que vivir intensamente!"
Al poco juntaron algo de dinero y compraron una cantidad mayor que
partieron en barritas que cambiaban por billetes de mil en un bar del
barrio de Alberto donde todo el mundo llevaba pendientes, tatuajes, el
pelo largo o chupa de cuero. A lo pocos meses todo el mundo decía: ¡Hola
Edu, qué pasa Edu, cómo te va Edu! Él, un ser invisible, había
conseguido un cuerpo, una personalidad, era reconocido por su nombre y
por sí mismo: ¡Existía! Las mujeres, de todo tipo, se le acercaban
sonriendo y diciendo esas tres letras
que tanto le gustaban, Edu, y eso también era una nueva experiencia. Y
podía decir que le encantaba. Terminó parando con Raquel, que no es
que fuera la que más le gustaba, le daba igual, sino que fue la que más
se pegó a él. Con ella acabó descubriendo su propio cuerpo, a la vez
que descubría algo tan
fascinante y hermoso como el cuerpo de una mujer. Quizá fuera amor
aquello, él no lo sabía, en cualquier caso una experiencia que le enseñó
más de todo lo que había aprendido en toda su vida. No es que fuera
feliz, pero en todo caso era lo mejor que le había pasado hasta
entonces. Raquel pasó y siguieron otras con otros nombres, otras formas
de ser, y de todas ellas aprendió algo de lo que era la existencia, sin
embargo, ninguna consiguió retenerlo. El almacén de libros quedó atrás,
no lo necesitaban para vivir, y la relación entre Alberto y él no hizo
más que estrecharse. Pronto concibieron la idea de abrir su propio bar,
también cansados de llevar tanto tiempo comerciando con hachís, querían vender fuerte unos meses y retirarse a los
negocios legales. Una noche, cuando se dirigía al lugar donde lo escondían,
lo paró la policía, le cachearon el coche y aparecieron catorce kilos
del mejor marroquí, esa tarde la pasó en lo juzgados, por la noche ya
estaba dentro. Había dejado de ser definitivamente invisible, pero no
por ello se le había olvidado cómo serlo, y a eso se dedicó, pasando
desapercibido para todos. Pero, no pudiendo ser de otra manera, llegó
el pesado de turno que no se cansaba de molestarle, unas veces por unas
cosas, otras con las intenciones más variadas. Era un tipo con muy
malas pulgas, un perdedor, alguien amargado consigo mismo y con todos
los demás, y llegó el día en que tenían que pelear, porque ese
mamarracho se lo había propuesto y no había forma de poder evadirlo:
él no quería pelear, nunca lo había hecho, pero negarse era aún
peor, la falta de respeto del resto de los internos, y eso no podía
ser. Al final acabaron en el gimnasio, que no hay cámaras de televisión,
y se dispusieron a agredirse. El broncas empezó primero dándole en la cara con la mano abierta, que
humilla, para luego darle dos puñetazos lo más cerca de la nariz que
pudo. Una rabia interna lo cegó perdiendo el control, justo para
abalanzarse y liarse a dar los más contundentes golpes que atontaron al
capullo ese, que cayó sobre el suelo y Eduardo ya no paró de darle puñetazos
y patadas hasta que llegaron los funcionarios y lo agarraron para llevárselo
sin contemplaciones lejos de allí. Estaba claro, alguien se había
chivado. Estaba muy alterado como para comprender nada, por qué le
gritaban, lo amenazaban tratándolo de muy mala manera cuando el
culpable era el otro: él no había hecho nada, no quería pelear, sólo
había actuado como se esperaba de él. La llegada a la celda de
aislamiento fue peor, no pudo aguantar más y separó a uno de aquellos
hombres empujándole en el pecho. No había habido violencia en el
gesto, pese a todo, pero dio igual, los cuatro al unísono sacaron sus
porras cortas y las descargaron sobre él, machacándole sin la menor
ira, simplemente como parte de una rutina laboral. Al final no pudo más
y se sintió derrotado, lo que debieron notar ellos porque pararon,
guardaron la herramienta y se limitaron a sujetarlo por las piernas y
por los brazos sobre el suelo de hormigón, sin saber muy bien qué
ocurría. Tras unos minutos que fueron un infierno acompañado de
resoplidos por el cansancio y la tensión aparecieron dos hombres con
batas. Uno la llevaba blanca, el otro la llevaba verde. Éste portaba
una caja de plástico cuadrada, similar a la que llevan los fontaneros
para su trabajo. Al llegar junto a él sacó una ampolla y una
jeringuilla, y trasladó el líquido del cristal de una al tubo
trasparente de la otra para entregársela después al de la bata blanca,
que debía ser el médico porque fue el que firmó el reconocimiento sin
lesiones. La aguja entró en su vena y al instante una bruma empezó a
ocupar su mente, pero aún tuvo un instante de intensa luminosidad, un
destello, en el que supo que ya no era un niño, había madurado y
convertido en un adulto, un hombre. Y lo supo porque se vio a sí mismo
con un sentimiento nuevo y terrible. El odio. |