S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

Ser invisible. Ese había sido su problema. Invisible en una familia donde por ser el cuarto de siete hermanos nunca nadie le había prestado atención, en el colegio, donde iba pasando los cursos sin pena ni gloria y los mismos profesores le volvían a preguntar cada año su nombre como si fuera un recién llegado, y ante el espejo, en cuya imagen no se reconocía. Invisible para todos. El tiempo le llevó al final de las clases y a optar por un trabajo, aquello de estudiar no era lo suyo. Entró  en una distribuidora literaria, en el almacén, cargando y descargando libros, haciendo paquetes, aunque jamás abriera uno de aquellos miles de volúmenes que tenía a su alcance. Hacía su cometido con eficiencia, pero sin celeridad, siempre estaba disponible cuando se le necesitaba, pero ni aún así nadie pasaba de decirle "chico" cuando se dirigían a él. No era el único de los que compartían el ajetreo diario del almacén, pero tampoco estaba seguro que alguno hubiera reparado en su presencia. Sin embargo, una tarde, al final de la jornada, se le acercó un muchacho poco mayor que él, se presentó diciendo que era el conductor de la furgona de reparto para anunciarle que con otros compañeros iba a tomarse una cerveza, por si le apetecía ir con ellos. Se sintió tan sorprendido por lo inesperado que no pudo más que aceptar farfullando sin sentido y moviendo verticalmente la cabeza. En un bar que no estaba muy lejos se encontraba el resto del grupo. Al llegar se fueron presentando cada uno por su nombre, acompañando dicho gesto con un apretón de manos que sellaba el encuentro. Cuando todos hubieron terminado, en un silencio casi expectante pudo decir bien claro con voz resonante: "Eduardo". Era la primera vez que hacía algo así, y le gustó. Luego se fueron  formando las distintas conversaciones y quedó diluido entre uno de tantos. La costumbre del bar al salir del trabajo se repitió a diario desde entonces, no podía decir aún que tenía amigos, pero por lo menos existía para alguien, y en especial para Alberto con el que solía coincidir, tras abandonar la reunión, camino de la parada de autobús, aunque luego cogieran líneas distintas. Tras unos meses de paseos por el frío de las calles siempre siguiendo el mismo camino para repetir a diario el gesto cansino de despedida terminaron por intimar lo suficiente como para hablar de sí mismos. A Alberto le encantaba la música y lo mareaba con un montón de nombres en inglés de grupos y de canciones, también le decía que le gustaría ser uno de esos guitarristas, y viajar y conocer a mucha gente importante y ganar mucho dinero. Siempre le prometía dejarle una cinta para que la oyera en casa y flipara, pero nunca llegaba a cumplir su promesa, de todas formas le daba igual: él no tenía donde escucharla. Algunos lunes venía contando algún concierto al que había asistido y que había estado, como siempre, de puta madre. Eduardo, por el contrario, casi nunca decía nada, no por timidez, simplemente no tenía nada que decir. En uno de esos lunes en los que Alberto se mostraba más cansado que de costumbre, se acercó a él y le susurró muy misterioso que luego tenía una sorpresa para él. Pese a que no volvió a pensar en ello en el resto del día, tras tomarse unas cervezas en el bar, ese día alguna más de las habituales, iniciaron el recorrido acostumbrado y, en cuanto se quedaron solos, sacó del paquete de cigarrillos uno liado manualmente, algo más grueso de lo normal, explicando que le había sobrado una piedra del fin de semana, un costo de puta madre. Tras darle unas caladas profundas, reteniendo el humo en los pulmones, se lo pasó a Eduardo que se limitó a repetir lo que había visto hacer al otro. Al cabo de unas pocas chupadas acabó tosiendo sin parar y cuando lo consiguió fue para ponerse blanco y tener que apoyarse en un árbol para expulsar por la boca el contenido íntegro de su estómago. Definitivamente no le había gustado, sin embargo, en cuanto volvieron a quedarse a solas al día siguiente lo primero que le preguntó fue si todavía le quedaba alguno de esos cigarrillos. Alberto rió abiertamente y le dijo que sí. Se sentaron en un banco discreto y éste comenzó a liarse uno, mientras Eduardo no se perdía ninguno de sus movimientos con los ojos muy abiertos. Cuando hubo terminado se lo pasó junto con el mechero y le dijo: ¡Toma, enciéndelo! Percibió en el gesto cierta dedicatoria, como si de un pequeño regalo se tratase, otra vez una nueva experiencia en su vida, no estaba acostumbrado a que nadie le diera nada. Lo prendió aspirando fuerte, hinchando el pecho y, aunque hubo un conato de tos, consiguió aplacarla. Tras repetir la operación se lo devolvió a su amigo, empezaba a sentir que ya podía llamarlo así, y éste lo recibió con una sonrisa de oreja a oreja. A los pocos minutos una sensación nueva lo dominó por completo, no sabía que era aquello, pero le estaba enseñando a ver, después de haber mirado tan mal toda su vida. Se despidieron entre risas, y eso estaba muy bien, era divertido, pero lo realmente importante fue que al llegar a su casa y ponerse delante de un espejo se había reconocido. Ya no era invisible para sí mismo. Desde entonces supo que había algo más, un mundo que lo rodeaba y que estaba obligado a vivir en él, pero no le gustó, pese a que desde entonces no volviera a fumar más que en alguna rara ocasión. Su empleo, lo que hacía cada día, empezó a aburrirlo, a parecerle feo, triste: tener que pasar ocho horas todos los días encerrado en un sótano, sin la luz del sol, con tantas cosas que había para hacer ahí fuera. En los pocos ratos que le quedaban libres terminó por abrir uno de aquellos libros y sumirse en la lectura, aunque le llevaba meses acabar uno de aquellos ejemplares. Con Alberto terminó por ir a un concierto de un grupo más bien punky, y, aunque eso de bailar dando saltos y golpeándose unos a otros no le gustó demasiado, reconoció que la experiencia había sido flipante. Vio otro tipo de gente, personas que pensaban distinto a la vulgaridad que le rodeaba, quizá no compartiera con ellas esa manera de ser, pero él también se sentía continuamente distinto a los demás. Su único amigo le habló de gente que se buscaba la vida pasando chocolate: "fumas gratis y siempre tienes pasta para irte de marcha a tomarte unas copas ¡Hay que vivir intensamente!" Al poco juntaron algo de dinero y compraron una cantidad mayor que partieron en barritas que cambiaban por billetes de mil en un bar del barrio de Alberto donde todo el mundo llevaba pendientes, tatuajes, el pelo largo o chupa de cuero. A lo pocos meses todo el mundo decía: ¡Hola Edu, qué pasa Edu, cómo te va Edu! Él, un ser invisible, había conseguido un cuerpo, una personalidad, era reconocido por su nombre y por sí mismo: ¡Existía! Las mujeres, de todo tipo, se le acercaban sonriendo y diciendo esas tres  letras que tanto le gustaban, Edu, y eso también era una nueva experiencia. Y podía decir que le encantaba. Terminó parando con Raquel, que no es que fuera la que más le gustaba, le daba igual, sino que fue la que más se pegó a él. Con ella acabó descubriendo su propio cuerpo, a la vez que descubría  algo tan fascinante y hermoso como el cuerpo de una mujer. Quizá fuera amor aquello, él no lo sabía, en cualquier caso una experiencia que le enseñó más de todo lo que había aprendido en toda su vida. No es que fuera feliz, pero en todo caso era lo mejor que le había pasado hasta entonces. Raquel pasó y siguieron otras con otros nombres, otras formas de ser, y de todas ellas aprendió algo de lo que era la existencia, sin embargo, ninguna consiguió retenerlo. El almacén de libros quedó atrás, no lo necesitaban para vivir, y la relación entre Alberto y él no hizo más que estrecharse. Pronto concibieron la idea de abrir su propio bar, también cansados de llevar tanto tiempo comerciando con hachís, querían vender fuerte unos meses y retirarse a los negocios legales. Una noche, cuando se dirigía al lugar donde lo escondían, lo paró la policía, le cachearon el coche y aparecieron catorce kilos del mejor marroquí, esa tarde la pasó en lo juzgados, por la noche ya estaba dentro. Había dejado de ser definitivamente invisible, pero no por ello se le había olvidado cómo serlo, y a eso se dedicó, pasando desapercibido para todos. Pero, no pudiendo ser de otra manera, llegó el pesado de turno que no se cansaba de molestarle, unas veces por unas cosas, otras con las intenciones más variadas. Era un tipo con muy malas pulgas, un perdedor, alguien amargado consigo mismo y con todos los demás, y llegó el día en que tenían que pelear, porque ese mamarracho se lo había propuesto y no había forma de poder evadirlo: él no quería pelear, nunca lo había hecho, pero negarse era aún peor, la falta de respeto del resto de los internos, y eso no podía ser. Al final acabaron en el gimnasio, que no hay cámaras de televisión, y se dispusieron a agredirse. El broncas empezó primero dándole en la cara con la mano abierta, que humilla, para luego darle dos puñetazos lo más cerca de la nariz que pudo. Una rabia interna lo cegó perdiendo el control, justo para abalanzarse y liarse a dar los más contundentes golpes que atontaron al capullo ese, que cayó sobre el suelo y Eduardo ya no paró de darle puñetazos y patadas hasta que llegaron los funcionarios y lo agarraron para llevárselo sin contemplaciones lejos de allí. Estaba claro, alguien se había chivado. Estaba muy alterado como para comprender nada, por qué le gritaban, lo amenazaban tratándolo de muy mala manera cuando el culpable era el otro: él no había hecho nada, no quería pelear, sólo había actuado como se esperaba de él. La llegada a la celda de aislamiento fue peor, no pudo aguantar más y separó a uno de aquellos hombres empujándole en el pecho. No había habido violencia en el gesto, pese a todo, pero dio igual, los cuatro al unísono sacaron sus porras cortas y las descargaron sobre él, machacándole sin la menor ira, simplemente como parte de una rutina laboral. Al final no pudo más y se sintió derrotado, lo que debieron notar ellos porque pararon, guardaron la herramienta y se limitaron a sujetarlo por las piernas y por los brazos sobre el suelo de hormigón, sin saber muy bien qué ocurría. Tras unos minutos que fueron un infierno acompañado de resoplidos por el cansancio y la tensión aparecieron dos hombres con batas. Uno la llevaba blanca, el otro la llevaba verde. Éste portaba una caja de plástico cuadrada, similar a la que llevan los fontaneros para su trabajo. Al llegar junto a él sacó una ampolla y una jeringuilla, y trasladó el líquido del cristal de una al tubo trasparente de la otra para entregársela después al de la bata blanca, que debía ser el médico porque fue el que firmó el reconocimiento sin lesiones. La aguja entró en su vena y al instante una bruma empezó a ocupar su mente, pero aún tuvo un instante de intensa luminosidad, un destello, en el que supo que ya no era un niño, había madurado y convertido en un adulto, un hombre. Y lo supo porque se vio a sí mismo con un sentimiento nuevo y terrible. El odio.