S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

Guillermo Antonino Vertini abandonó su Nápoles natal cansado de pasar calamidades, de trabajar casi sin descanso y no estar nunca saciado porque la comida que se podía procurar no daba para ello. Consiguió ahorrar el dinero del pasaje exigiendo a su estómago un esfuerzo mayor, y se embarcó con rumbo a Buenos Aires ¿Quiere esto decir que estamos ante una historia de emigrantes? No, aunque pueda parecerlo, no es una historia de emigrantes.

 Al llegar a la capital argentina sacó de su bolsillo un trozo de papel sucio y arrugado, pero en el que aún se podía leer un nombre y una dirección. Preguntando consiguió hacerse una idea de donde se encontraba la calle que buscaba, y con sus pocas pertenencias al hombro se propuso llegar cuanto antes a su destino (porque no sabía que el destino siempre llega en el momento justo, el intentar acelerarlo o retrasarlo es empeño vano). Al ver la casucha, igual a las que configuraban el barrio, no se sintió muy tranquilo, pero su ánimo no decaería ante tan ínfimo obstáculo. Tras llamar a la puerta, apareció en el umbral una mujerona de aspecto imponente y rostro afeado que le preguntó qué quería. Explicó Guillermo Antonino Vertini quién era y a quién buscaba y, milagrosamente, la expresión de la mujer se tornó amable y cálida. Le pidió que entrara, repitió el nombre garabateado en el papel con tal estruendo que todo el barrio debió de oírlo y le rogó que dejara sus pertenencias y que se sentara para descansar de tan largo viaje. Al poco apareció en la sala un hombre enjuto que le extendió una mano de dedos nervudos como saludo mientras daba muestras de una sincera alegría. Era su tío Enrico, hermano de una madre que no recordaba pues falleció poco después de nacer él como consecuencia de unas complicaciones en el parto. Aunque lo miró con detenimiento, no consiguió establecer una relación entre ese hombre y el muchacho que aparecía en una foto amarillenta que se conservaba en su ya lejana casa napolitana. Todo esto puede hacerlos pensar en el inicio de una saga familiar llena de personajes que nacen, crecen y dejan su herencia genética en sus descendientes antes de desaparecer de la historia. Pero estarían equivocados: tampoco ese es el tema de nuestra narración.

En cualquier caso, Guillermo Antonino fue recibido con los brazos abiertos en casa de sus tíos, lo que consiguió aliviar su triste ánimo: era ya demasiado el tiempo que no sentía la dulzura del cariño, y a edad tan temprana, diecinueve años recién cumplidos, estas cosas afectan más de lo que parece y aún queremos públicamente reconocer. Por eso, aquella noche, tras una caliente y reparadora cena, durmió con tranquilidad, pese a que tantos acontecimientos le llenaron la cabeza de pensamientos y tardó un poco más que de costumbre en conciliar el sueño. A la mañana siguiente se levanto en cuanto despertó porque tanto Enrico como su tía Micaela pensaron que debían dejarle coger fuerzas después de un viaje en barco tan largo y pesado. Seguro que su pobreza le llevó a realizar la travesía en un compartimiento de la bodega atestado de gente, lo que no era cómodo ni siquiera para un muchacho de su edad. Tras desayunar pan tierno con queso y una jarra de espesa leche azucarada, preguntó a su tía cuál era el mejor camino para conseguir un empleo, ya que no podía permitir vivir en aquella casa sin aportar un mínimo de dinero. Esto agradó mucho a Micaela, que veía en él a un hombre trabajador y responsable. Ésta le explicó los planes que el matrimonio había pensado para su sobrino. Mañana, o a lo sumo pasado, iría con Enrico hasta los muelles donde trabajaba como soldador en la reparación de la carena de los barcos. La intención de éste era tenerlo como aprendiz y así poderle enseñarle el oficio, aunque si no le resultaba de su agrado no debía tener reparos en decirlo y optar por otra actividad más acorde con sus habilidades o con su gusto. Bien sabía Enrico Aspeta que toda una vida haciendo aquello que te desagrada es la peor de las condenas. Guillermo Antonino se encontró encantado al oír todo aquello y se sintió tan invadido de agradecimiento hacia aquellas personas que unas horas antes eran desconocidas para él, que no pudo evitar estrechar entre sus brazos y besar a su tía Micaela, la cual reaccionó sonrojándose ante ese acto que no esperaba. Desde ese momento Guillermo Antonino fue como un hijo para ella, ese hijo que Dios le había negado por mucho que se lo rogó.

 La relación con su tío fue acercándolos mucho más despacio, construyéndose sobre una enorme cantidad de tiempo compartido en el lugar de trabajo. Guillermo Antonino resultó ser un buen aprendiz, despierto y trabajador, algo que enorgullecía a Enrico ante el resto de los compañeros. Pocos meses después manejaba la soldadura con suma eficacia y acabaría por ser un buen maestro a poco que se lo propusiese. Sin embargo, aunque no deseaba quitarle mérito a su tío, él concebía planes mayores para sí mismo. Veía diariamente a hombres que llevaban veinte, treinta años haciendo lo mismo en un círculo de rutina y pobreza que lo llenaba de miedo. Todos decían de él que era muy listo, que aprendía pronto cualquier cosa que desease ¿Por qué, entonces, limitarse a ser un simple obrero con un futuro ya trazado? ¡Él podía ser más, mucho más, y lucharía por ello! Empezó por asistir a unas clases nocturnas que organizaba el sindicato, lo que no fue del agrado de sus tíos, aunque no saliera de ellos la más mínima recriminación. Hay que reconocer que fueron meses muy duros para Guillermo Antonino, pues para poder estudiar tuvo que robar tiempo al sueño, lo que le hacía llegar cansado a los muelles, pero siempre venciendo el ánimo para que tal cosa no se notase ni en su cara ni en su rendimiento. No muchos meses después leía y escribía con toda soltura, manejaba los primeros rudimentos de las matemáticas con infalible desenvoltura y, lo que era aún mejor, se sentía capaz de aprender todo aquello que desease, que era mucho,  ya que se le había despertado el ansia de conocer más y más. Sus tíos fueron ajenos a esta metamorfosis, y aunque se alegraban por él, no podían evitar la tristeza que supondría la segura despedida de aquel al que sentían como su propio hijo. Y ésta no tardó en llegar. Un día los reunió en la sala de la casucha para anunciarles que había conseguido un empleo como escribiente en el pequeño negocio de un comerciante. No era gran cosa, incluso perdería algunos pesos al cambiar de sueldo, pero el señor Wallerstein le había prometido tiempo y ayuda para que continuara con sus estudios. Lo peor era, y aquí el dolor oscureció sinceramente su rostro, que don Ramiro vivía en otro extremo de Buenos Aires, por lo que se veía obligado a dejar la casa que después de tanto tiempo sentía como suya. Pero no había por qué preocuparse, él vendría todos los domingos para asistir a la misa, como hacían siempre, y a pasar juntos el resto del día. Estaba seguro de dentro de no mucho tiempo incluso ganaría lo suficiente para invitarles a comer en un restaurante, tal como hacía la gente fina y elegante. Enrico y Micaela le felicitaron sinceramente por su próspero futuro, pero ya solos en la cama no pudieron evitar llorar abrazados por lo que sabían que serían la pérdida de ese “hijo” al que tanto querían.

 Llegados a este punto puede parecer que esta historia trata de un hombre que se hizo a sí mismo, que partiendo casi de la nada llegó alto en la escala social. Desengáñese el lector porque esto apenas ocurre en la vida real, y en este relato desde luego que no. Lo que sucedió fue que el trabajo de escribiente y el estudio hicieron perder el sano color que siempre distinguía a Guillermo Antonino para tornarlo ceniciento, a la vez que el ánimo alegre fue sustituido por un carácter taciturno que preocupaba seriamente a sus tíos en las escasas visitas que éste les hacía. Conforme avanzaba el tiempo más se distanciaban los días que acudía a su antiguo barrio, consiguiendo con ello una cada vez mayor tristeza tanto en Enrico como en Micaela. Ésta última se negaba a resignarse, pasando muchas noches en vela tratando de encontrar la manera de ayudar a su Guillermo Antonino. Al final se convenció que la única salida posible a tan luctuosa situación era una mujer. Sí, una buena mujer que consiguiera enamorarlo y devolverle tanto el color como el animoso carácter de natural suyo. Así, desde la mañana siguiente se consagró con verdadera fe y ahínco a encontrar la muchacha hermosa y buena que le hiciera verdaderamente feliz. Por experiencia sabía que la dicha del amor era la única razón indispensable para una vida plena. Pero no resultó tarea fácil: las que estaban solteras y en edad de desposar no reunían las características requeridas por ella, y las que sí las cumplían o tenían novio o ya habían pasado por la iglesia. Pese a todo no desesperó, y tal constancia se vio recompensada una mañana al ver entrar en la casa vecina a una joven recién llegada de Italia. Tendría entre dieciocho o diecinueve años, unos enormes ojos oscuros que expresaban el miedo ante lo nuevo y una rizada cabellera negra que le cubría la espalda por debajo de los hombros. Como la casa en la que entró pertenecía a una vieja amiga de compartir muchos años en el barrio, pensó que el asunto no se presentaba muy complicado. Y así fue, a las pocas horas le habían presenta do a Gina Vera, que tal era su nombre, y empezado a conocer un poco de las circunstancias de su vida. Conforme más iba sabiendo de la muchacha, más se convencía de que era la elección perfecta para su ahora triste sobrino. No tardó en exponerle abiertamente sus planes a Rafaela Canale, su vecina y tía de la joven, y la reacción de ella no pudo ser mejor porque hacía tiempo que veía en Guillermo Antonino a un hombre serio y responsable, a la par que alguien con un futuro cuanto menos prometedor. Decididas a que entre ellos surgiera una relación, se pusieron de acuerdo en asistir ambas familias juntas a la misa del próximo domingo. Rafaela, durante la semana, no ahorró adjetivos para que Gina supiera lo buen muchacho que era Guillermo Antonino. Tanto lo ensalzó que la curiosidad comenzó a adueñarse de ella, llegando incluso a desear que transcurrieran pronto los días y que se produjera tan anhelado encuentro. Por su parte, el despistado estudiante estaba pendiente de un importante examen que tenía el viernes  y que, de superarlo,  prácticamente lo convertía en todo un administrador, justo lo que don Ramiro Wallerstein necesitaba. Esto suponía un paso muy importante en su carrera, además de un sueldo que le permitiría vivir con el desahogo que siempre había soñado. La suerte, esquiva algunas veces, falsa otras, acompañó a nuestro protagonista, consiguiendo que la prueba fuera todo un éxito. Con una alegría inmensa que deseaba compartir con esos tíos que sentía casi como padres, se presentó el domingo en su domicilio, todo acicalado y con su mejor traje para dar el aspecto del hombre que había llegado a ser. Enrico y Micaela sintieron como propio el éxito, por lo que se abrió una botella de vino de Marsala para brindar todos por la maravillosa noticia. Entre risas se encontraban los tres cuando Rafaela y su marido Federico entraron en la casa precediendo a Gina. La aparición de ésta fue espectacular dada su belleza y el hermoso vestido que la ensalzaba. En cuanto Guillermo Antonino la vio quedó mudo y perplejo, siendo incapaz de articular palabra, lo que le hizo sentirse como un completo idiota. Gina también confirmó sus expectativas, por lo que su rostro se encendió al estrecharle la mano en las presentaciones. Al poco abandonaron la casa camino de la iglesia, uno deseando que fuera de él y otra sabiendo que ya lo era.

Durante el tiempo que duró el noviazgo Gina fue en todo momento la mujer dulce y comprensiva que Guillermo Antonino deseaba. Poco a poco, con el conocimiento mutuo, se estableció entre ellos una estrecha y maravillosa relación que parecía cubrirlo todo de sincero amor, pero no crea el lector que esto va a convertirse finalmente en una narración romántica. Nada más lejos de la verdad. Llegó el día de la boda, los novios se desposaron y con una sincera felicidad que le cubría el pecho Guillermo Antonino inició junto a Gina el viaje de novios. Ya desde la primera noche o sea, desde la noche de bodas, le pareció que algo no encajaba del todo en la idea que de su ya esposa tenía, la pasión y hasta el conocimiento que del sexo parecía tener ella lo llevó de la zozobra: estaba bien tener ella lo que fuera capaz de sentir la dicha plena que se da en tan trascendental momento, pero aquello casi parecía embrujo de meretriz. Naturalmente, nada dijo y durmió agotado de tan frenética actividad, pero resultó que a la mañana siguiente se repitió lo mismo y otro tanto sucedió en la tarde y en la noche. Durante toda la luna de miel apenas si consiguieron salir del hotel de Mar del Plata y siempre era para ver la puesta de sol, cenar y regresar a un trajín que cada vez lo dejaba más exhausto. Durante el regreso a Buenos Aires no dejó de atormentarle la idea de que aquello fuera a ser la tónica general de su matrimonio pues en ese caso era seguro que fallecería agotado. Afortunadamente la casa se relajó y él pudo hacer frente a sus deberes conyugales sin perder el físico por ello.

La vida del nuevo matrimonio se organizó alrededor de su trabajo en la empresa de D. Ramiro Wallerstein, hombre entrado en años y que sentía un sincero afecto por él. De hecho, fue suya la idea de abrir un nuevo comercio que, por supuesto, se haría totalmente cargo de él Guillermo Antonino. Incluso fue más allá al ver la tremenda alegría que esto suponía, y sugirió que trabajaran como socios. De los beneficios del emprendedor joven se detraería una cantidad para así cubrir su parte y llegado el momento tratarse de igual a igual. No se puede decir que nuestro protagonista fuera desafortunado: tenía una hermosa mujer con un furor uterino diario constante, era querido por los seres que más amaba y hasta su jefe se portaba más como un padre que como un patrón. Quizá tanta suerte y tanta dicha le nubló el entendimiento. Algo debió ser por que no se le ocurrió otra cosa que aceptar la sugerencia de su esposa de ser ella la que se encargara de las cuentas para que así el tuviera más tiempo para dedicarle a los clientes. Si aún desconociendo que su primer error fue casarse con Gina, peor resultó dejarle el mando económico. Pese a que los negocios funcionaban bien, no parecía que sucediera lo mismo con los beneficios, y cada vez que comentaba este extremo con su esposa ella le daba mil explicaciones que le mareaban la cabeza y ante las que no se le ocurría nada con lo que hacerlas frente. la animosidad sexual de Gina fue menguando, lo que en vez de molestarlo sirvió para tranquilizarle y decirse a si mismo que tenía todo para ser feliz. Bueno, todo no. Faltaba el niño que convirtiera su matrimonio en una familia, pero parecía que Dios no deseaba bendecirlos con tamaño regalo del cielo.

Sin altibajos y en una dulce monotonía fue transcurriendo el tiempo hasta que llegó el fatídico día. Al regresar a su almacén tras apalabrar un buen pedido se encontró éste cerrado. Lo primero que pensó fue que le había sucedido algo a su esposa y cogió su coche al momento para llegar cuanto antes a su casa. Allí su sorpresa fue mayor al encontrarla vacía y sin ninguna señal de Gina. Al buscar por todas las habitaciones encontró los armarios abiertos y sin los vestidos y demás objetos de su mujer. Fue como si ésta hubiera desaparecido con todo lo que consideraba suyo. La desolación arrasó el ánimo de Guillermo Antonino, que ante tanto dolor no consiguió contener las lágrimas. Sólo sumergirse en alcohol le salvó de cometer alguna locura mayor que pasó por su mente. Pero el sol de la mañana le trajo un día aún peor. No tardó mucho en comprender que esa mujer que ahora le parecía una completa desconocida se llevó todo cuanto había ganado. El almacén apareció vacío de todo género y en sus cuentas bancarias sólo aparecían números rojos. No se había limitado a desposeerle de todas sus pertenencias, sino que, además, las deudas resultaron ser cuantiosas. Desesperado, sin saber cómo reaccionar, se encerró en su casa y no permitió la visita de nadie. Incluso rehusó a abrir ante la insistente llamada de Enrico y Micaela, las únicas personas que realmente le querían.              

Pero como la vida no acaba nunca aquí, esta historia tampoco y lo que continúa será unas veces dulce y otras amargo. Lo seguro es que Guillermo Antonino terminó por reaccionar, empezando por visitar a sus tíos a los que tanto debía. El sincero cariño de estos le dio fuerzas para luchar por encontrar una salida a su situación. Avergonzado por la humillación fue a ver a don Ramiro Wallerstein, que le recibió con un abrazo.  Pasado ese primer momento sentimental, lo importante era encontrar la manera de salir del atolladero en que se encontraba. Por mucho que lo desease, y bien sabe Dios que lo deseaba, don Ramiro no tenía el dinero suficiente para cubrir las deudas. Pero, en cambio,   tenía apalabrado con un comerciante de Bogotá un negocio que le podía reportar cuantiosos beneficios. Éste se lo ofreció con toda sinceridad y Guillermo Antonino lo aceptó con una vergüenza que le hizo ponerse colorado hasta la raíz del cabello. Le juró y requetejuró que le devolvería hasta el último centavo, pues consideraba esta operación como un préstamo. El señor Wallerstein se limitó a abrazarlo de nuevo mientras le decía que lo importante era que todo se arreglara. Hay que reconocer que esto último parece casi inverosímil:  un comerciante sensible y presto a perder sus ganancias por ayudar a alguien que ni tan siquiera pertenecía a su familia. No seamos cínicos y digamos que, aunque no es lo normal, puede existir alguien así. La excepción que confirma la regla. 

Unas semanas después Guillermo Antonino llegó a la capital colombiana, se hospedó en hotel de pasado prestigioso que no resultaba caro y llamó por teléfono a aquel comerciante con el que ya se había acordado el negocio. Resultó ser un cincuentón gordo y dicharachero, amigo del dinero pero también de los placeres que otorga la vida. En una cena copiosa donde al final abundaron los licores se cerró todo el asunto, siendo un simple apretón de manos el contrato entre dos personas íntegras cuyo primer patrimonio era su palabra dada. Se despidieron cerca del amanecer, no sin antes recordarle a Guillermo Antonino la promesa hecha: si le satisfacía completamente el negocio tendría que volver para realizar una nueva operación. Ya en Buenos Aires todo cuadró como habían pensado y los beneficios fueron casi suficientes para cubrir la deuda. Lo más importante fue que los acreedores volvieron a confiar en él y le ampliaron el plazo para satisfacer el resto. Aunque su corazón seguía destrozado y se prohibió pronunciar el nombre de Gina en su presencia, la determinación fue no volver a confiar en ninguna mujer y desterrar el amor de su vida definitivamente. Se volcó en los negocios, en intentar recuperar lo antes posible lo que había perdido. 

Fiel a su palabra, regresó a Bogotá para hacer un segundo negocio con su ahora nuevo socio. Tan afable como siempre, Durán -que era como lo conocía todo el mundo- le llevó a uno de los mejores restaurantes de la capital donde degustaron numerosas delicias regadas con buen vino y acabaron con licores de alta graduación. Tras pagar la cuenta Durán, que insistió sobremanera en ello, se fueron a un local en el que se decía que estaban las mujeres más bellas de la ciudad. Aunque Guillermo Antonino era muy remiso a este tipo de locales, acabó aceptando como una parte del negocio que iba a realizar. Al cabo de unas horas y acompañados de dos hembras espectaculares Durán empezó a hablarle de España, en concreto de Madrid, una hermosa ciudad que nunca duerme. El negocio que tenía que proponerle era mucho mayor que el que ya había realizado. Más sencillo y con más ceros. Como todo en la vida tiene un pero, el de este era la ley. En concreto de saltarse una ley que convertía a muchos en ricos en poco tiempo. Guillermo Antonino reaccionó horrorizado ante la idea, pero conforme Durán le fue explicando los detalles del asunto y los beneficios que reportaría, terminó por pensárselo. Una cantidad así no sólo le serviría para cubrir el resto de sus deudas, sino para volver a situar su negocio en el lugar que antes ocupaba. Aceptó. Guillermo Antonino Vertini Aspeta, natural de Nápoles y ciudadano argentino salió de Bogotá hacia Madrid con cuatro kilos de cocaína camuflados en unas estatuas de regalo. El vuelo resultó cómodo aunque un poco largo y el miedo procuró ocultarlo lo mejor que pudo. A las seis de la tarde, hora española, aterriza en Madrid, a las ocho ya se encontraba detenido en el calabozo del aeropuerto y cinco horas más tarde ingresaba en prisión. No entendía qué podía haber pasado, cuál había sido el error, pero pronto se encargaron de que supiera que le quedaban nueve años por delante hasta que volviera a ser libre del todo. Esta vez no se derrumbó, su mujer le había vacunado contra ello. Reaccionó fríamente, pensando en la mejor manera de sobrevivir en ese mundo en el que se veía encerrado. Su edad, su talante quizás, no sabía bien por qué pero consiguió un buen módulo, una celda para él solo y un destino remunerado. Ya no importaba nadie, a quien vender o destruir: su vida estaba primero. Los meses fueron pasando, y poco a poco el tiempo se aceleró. Casi no recordaba quién había sido, si había estado casado alguna vez, si había amado. La memoria jugó con él y conoció a una mujer, pues el Centro en el que estaba preso era mixto, pese a que el contacto entre unos y otras no fuera demasiado fluido. Lo importante fue que se enamoró, ahora de una manera completamente distinta, más madura se decía para si. Las cartas diarias, los encuentros furtivos, los contactos físicos le llevaron a creer que incluso aquello no estaba tan mal. Pero que no se equivoque el lector porque en la vida casi nada sale bien. Cuando mejor se sentía, se llevaron a su amada paula a Valencia, lejos, muy lejos de él. La tristeza volvió a invadirlo, aunque no permitió que exteriormente nadie reparara en ello. El tiempo le hizo reaccionar y trazar un plan para recuperar lo que había perdido. Vendió a sus compañeros, hizo todo aquello que los funcionarios deseaban, pese a que perdiera su orgullo así. Todo con tal de conseguir volver a ver a su amada Paula. Meses después reunió sus pertenencias en una bolsa grande de basura y subió a un autobús de la Guardia Civil que le llevó a Valencia. En el nuevo Centro tuvo que empezar desde cero, pero a esas alturas ya sabía bien lo que tenía que hacer. Sea como fuere, lo importante no era eso, lo importante era encontrar a Paula. Y una mañana sucedió. Fue a la salida de misa, en un pequeño revuelo en el que se mezclaron hombres y mujeres Paula se encontró frente a él. Su sorpresa fue mayúscula, y lo primero que le preguntó fue qué hacía allí, tan lejos de Madrid. Guillermo Antonino la miró a los ojos y con una calma que le surgía del corazón enamorado le dijo que había ido por ella, sólo por ella. La amaba y sería capaz de ir a cualquier lugar para estar juntos. Paula soltó una estruendosa carcajada que hizo volver el rostro a todos los que estaban a su alrededor. Aún no había terminado de reírse cuando un hombre la tomó por la cintura y la besó en los labios antes de preguntar qué ocurría, que cuál era la broma. Guillermo Antonino Vertini Aspeta supo que el chiste era él.

Ahora el lector ya sabe la verdad. Esto no es más que una historia casi vulgar.