S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

No pude evitarlo. Aunque sabía que aquello estaba muy mal no pude controlarme al abrir la puerta del servicio y verlo allí encajado, con la cabeza en una posición imposible, las costillas al descubierto y las vísceras rebosándole a los lados del cuerpo, todo el suelo encharcado de sangre y las piernas dobladas como las de un pelele de trapo.

 El tema estaba claro, se sabía que sucedería desde el momento en el que al Ruso se lo llevaron a otra cárcel. El Palanca se creía el más listo de todos, caminaba como si el módulo fuera de él, más kíe que ninguno porque el Ruso siempre estaba a su lado. La mayoría lo evitaba, no por miedo o aún menos por respeto, tan sólo para no meterse en líos o evitarse una sanción. Pero siempre tenía un grupo a su alrededor, los típicos nadie, los que no son ni serán nunca nada en la vida, individuos superfluos que se pegan a aquellos de los que pueden extraer algo para satisfacer sus primitivos instintos, que al fin y al cabo se tratan de poca cosa: fumarse unos cuantos chinos de heroína a lo largo del día, consumir unos cigarrillos y tomarse su café después de desayunar, comer y cenar. El Palanca era uno de los que andaba vendiendo paquetillas de heroína, pero como tenía más vicio que cabeza siempre le estaba debiendo algo a unos y otros. Era de los que si encontraba a alguien que sólo quiere pagar su condena y no tener el más mínimo lío le pedía dinero a la primera ocasión con promesas de devolverlo de inmediato y nunca más se volvía a saber del mencionado dinero. Era preferible perder mil o dos mil pesetas antes que tener algún problema con él.

 Llevaba mucho pagado el Palanca, pero pese a los años que llevaba detrás aún le restaban más por delante. Tenía una condena de diecinueve años por reincidencia en robos (de cuya técnica le venía el nombre), armas, agresiones y algún que otro etcétera. Era consciente de que no le iban a dar nada: ni un permiso, ni un tercer grado, ni el adelantamiento de la Condicional. Hasta las tres cuartas partes por lo menos sabía que se la comería a pulso, de un sólo tirón. Eso hacía que no le importase nada, no le tenía respeto a los guardias, a los compañeros, a las cosas. No le tenía verdadero respeto a nada. Él funcionaba de acuerdo a otros impulsos, tales como “si deseo algo me lo procuro por el medio que sea” o “si soy más fuerte que él, lo suyo es mío”. Sólo atendía al interés o al miedo, tanto al ajeno como al suyo propio, eran su mecanismo de supervivencia. Pero tampoco hay que pensar que era mala persona, no tenía malos sentimientos, quizá porque no tenía ninguno. Su vida era moverse desde la mañana con el Ruso siempre a su lado. Hay que aclarar que no es que éste fuera ruso, era de Vitoria, sino que tenía un cuerpo enorme, el rostro colorado y el pelo rubio como los nativos de  ese país. Lo primero era conseguir una plata para fumarse un chino y luego empezar a funcionar. Iba recorriendo todo el patio, hablaba con unos y con otros: se organizaba. Si no tenía heroína era porque estaba esperando que entrara en algún vis a vis, entonces buscaba a los que tenían y negociaba con ellos para su devolución. No era tonto y sabía con quién se la jugaba, por ello el material era algo que siempre devolvía, aunque tardara algo más de lo convenido. Del Ruso se decía que fumaba como un cosaco, siempre estaba pegado a una plata y eran muy pocos los que le negaban unas caladas porque él también solía invitar a todos. Aunque parecía que era el guardaespaldas del Palanca, y en cierta manera  lo era, no se limitaba sólo a eso, pegado siempre al otro conseguía entrar en todos los negocios y aunque le tomaran por tonto, por ser demasiado simple, no lo era en absoluto. Nunca le debía nada a nadie y siempre se le veía con dinero. Pese a pasarse el día fumando heroína, prácticamente no se le notaba y podía permitirse lujos como cerveza, patatas fritas o bollos. No es que ganara más que su protegido, es que tenía más cabeza para el dinero. Hacían una extraña pareja, pero no parecían vivir mal, estaban ambos demasiado hechos a la vida privada de libertad como para notar su ausencia.

 Así, las cosas no parecían ir mal hasta que entraron los cuatro atracadores de joyerías. Eran una banda que había robado en las más importantes con una violencia tan extrema que causó la alarma social y toda la policía andaba tras de ellos. Cuando al final los detuvieron a la salida de un establecimiento en pleno centro de la ciudad, con tiroteo incluido, fue noticia en todos los medios. Entraron al módulo pisando fuerte, sin miedo, pero sin abusar de nadie. Vestían bien, pantalones y camisas de marca, buenos zapatos, siempre su paquete de Marlboro o Winston, se veía que manejaban dinero. Empezaron a comprarle heroína al Calvo, era un tipo serio, siempre tenía material, y del bueno, y nunca había problemas con él. Lo preferían con mucho al Palanca, a éste nada más verle se sabía cómo era, que alguna te liaba y que era preferible no tratar con él, y más gente como ellos que no les faltaba el dinero. Solían comprar cuartos o medios gramos, nada de posturas, y siempre pagaban. Para un buen comerciante eran los clientes perfectos, pero el Palanca era un imbécil. Aunque era raro, el Calvo se quedaba sin material de vez en cuando y entonces se veían obligados a acudir a él. En las primeras veces que les sirvió heroína no hubo problemas, todo fue bien, lo que les hizo bajar la guardia a Jaime, Roger, Carlos y Quique, a los que todos llamábamos los atracadores, por lo que un día le dieron dinero por adelantado. El Palanca no sólo no tenía nada, sino que además le debía dinero al que se la daba. Intentó hacerse la jugada: pensó pagar la deuda con el dinero que le habían dado y que le fiara, para así darle lo suyo a los otros y el quedarse  con algo, pero le salió mal. El que tenía caballo cogió su dinero, dio la deuda por saldada y le dijo que no pensaba fiarle nunca más, que ya estaba harto de que siempre le debiera y de no cobrar hasta que a él le diera la gana. El Palanca primero le rogó cuanto pudo, pero viendo que no conseguía nada empezó a amenazarle. Se intentó resistir, pero el Ruso se acercó intimidante y terminó por dárselo y pedirle que se lo pagara cuanto antes. Al final los atracadores tuvieron lo que habían pagado por adelantado, pero se enteraron de la manera en que lo había conseguido y no les gustó nada, por lo que decidieron no volver a pillarle nunca más. Pero en una conducción se llevaron al Calvo y hubo una verdadera crisis, nadie parecía tener una micra de heroína. Menos el Palanca, que intentó aprovecharse de ello. Pese a la promesa hecha los atracadores volvieron a tratar con él. Quedó en darles medio gramo en el momento y uno al día siguiente, que pagaron de una vez. El Palanca les dio la papela con el medio gramo y todo quedó bien, pero al día siguiente cuando los otros le pidieron lo que restaba éste empezó a darles largas y ponerles excusas. Así estuvo tres días por lo que al cuarto se enfrentaron en el gimnasio. Se iban a enzarzar en una pelea cuando el Ruso sacó un pincho del tamaño de un machete, por lo que los otros tuvieron que contenerse. El Palanca se envalentonó y en medio del calor de la situación, creyéndose más kíe que nadie, les gritó que se olvidaran del gramo porque no pensaba dárselo nunca. Eran veintidós mil pesetas, pero incluso eso era lo de menos, lo que “enfermó” a los atracadores fue la humillación, por lo que desde ese momento se la tuvieron jurada. No se cruzaban nunca y procuraban mantenerse lo más lejos el uno de los otros, pero el odio y el deseo de venganza ya estaba clavado en sus corazones. El Palanca lo olvidaría, ellos no podrían.

 Por eso, cuando al Ruso le dijeron que recogiera sus cosas porque se lo llevaban de cunda a otra prisión el ambiente general del módulo se hizo más espeso. Eran muchos los que tenían cuentas pendientes con el Palanca por lo que ahora, indefenso sin su guardaespaldas, era vulnerable ante cualquiera. A él se le vino el mundo encima y andaba completamente nervioso de un lado para el otro dudando si refugiarse o no. Era una solución: refugiarse y pedir el tras lado a otro penal, aunque eso de esconderse era de cobardes. La verdad es que no tuvo tiempo de decidirse. Estando en el servicio orinando, no hacía ni dos horas que el Ruso había salido por la puerta, llegaron los atracadores y cerrando la puerta de fuera se lo llevaron al fondo, junto al último de los urinarios, lejos de la cámara y las miradas ajenas. No le dijeron nada, no le insultaron o le recordaron la deuda, ni tan siquiera abrieron sus bocas para explicarse, simplemente sacaron los pinchos que se habían procurado y los hundieron en su cuerpo, por el cuello, por el pecho, por el vientre. Lo arrojaron a una de las cabinas, le rajaron de arriba a abajo y le doblaron las piernas rompiéndoselas para que no sobresalieran por la puerta. Se lavaron las manos, uno se quedó con las armas para deshacerse de ellas y fueron saliendo uno a uno a intervalos, dejando el último la puerta de los servicios abierta. Cuando yo llegué no me lo esperaba, al abrir la puerta y contemplar el espectáculo que se ofrecía ante mí no pude evitarlo, mi estómago se contrajo por un impulso inconsciente y por mi boca salió todo su contenido, ensuciando las paredes, pero en especial, cayendo sobre él. Sé que eso no es respeto, y aún me lamento de una cosa así. Reconozco que me siento culpable de haberlo hecho, tenía que haber tenido más autocontrol, haber sido más humano ante una persona así, al final de sus días tan horriblemente muerta, pero fue totalmente involuntario. No es necesario que nadie me diga nada, ya sé que eso no se hace.