Antonio Palma
No pude evitarlo. Aunque sabía que aquello estaba muy
mal no pude controlarme al abrir la puerta del servicio y verlo allí
encajado, con la cabeza en una posición imposible, las costillas al
descubierto y las vísceras rebosándole a los lados del cuerpo, todo el
suelo encharcado de sangre y las piernas dobladas como las de un pelele
de trapo.
El tema estaba claro, se sabía que sucedería desde el momento en el que
al Ruso se lo llevaron a otra
cárcel. El Palanca se creía el
más listo de todos, caminaba como si el módulo fuera de él, más
kíe
que ninguno porque el Ruso
siempre estaba a su lado. La mayoría lo evitaba, no por miedo o aún
menos por respeto, tan sólo para no meterse en líos o evitarse una
sanción. Pero siempre tenía un grupo a su alrededor, los típicos
nadie, los que no son ni serán nunca nada en la vida, individuos
superfluos que se pegan a aquellos de los que pueden extraer algo para
satisfacer sus primitivos instintos, que al fin y al cabo se tratan de
poca cosa: fumarse unos cuantos
chinos de heroína a lo largo del día, consumir unos cigarrillos y
tomarse su café después de desayunar, comer y cenar. El
Palanca era uno de los que andaba vendiendo paquetillas de heroína,
pero como tenía más vicio que cabeza siempre le estaba debiendo algo a
unos y otros. Era de los que si encontraba a alguien que sólo quiere
pagar su condena y no tener el más mínimo lío le pedía dinero a la
primera ocasión con promesas de devolverlo de inmediato y nunca más se
volvía a saber del mencionado dinero. Era preferible perder mil o dos
mil pesetas antes que tener algún problema con él.
Llevaba mucho pagado el Palanca,
pero pese a los años que llevaba detrás aún le restaban más por delante.
Tenía una condena de diecinueve años por reincidencia en robos (de cuya
técnica le venía el nombre), armas, agresiones y algún que otro
etcétera. Era consciente de que no le iban a dar nada: ni un permiso, ni
un tercer grado, ni el adelantamiento de la Condicional. Hasta las tres
cuartas partes por lo menos sabía que se la comería a pulso, de un sólo tirón. Eso hacía que no le importase
nada, no le tenía respeto a los guardias, a los compañeros, a las cosas.
No le tenía verdadero respeto a nada. Él funcionaba de acuerdo a otros
impulsos, tales como “si deseo
algo me lo procuro por el medio que sea” o
“si soy más fuerte que él, lo suyo es mío”. Sólo atendía al interés
o al miedo, tanto al ajeno como al suyo propio, eran su mecanismo de
supervivencia. Pero tampoco hay que pensar que era mala persona, no
tenía malos sentimientos, quizá porque no tenía ninguno. Su vida era
moverse desde la mañana con el
Ruso siempre a su lado. Hay que aclarar que no es que éste fuera
ruso, era de Vitoria, sino que tenía un cuerpo enorme, el rostro
colorado y el pelo rubio como los nativos de
ese país. Lo primero era conseguir una plata para fumarse un
chino y luego empezar a funcionar. Iba recorriendo todo el patio,
hablaba con unos y con otros: se organizaba. Si no tenía heroína era
porque estaba esperando que entrara en algún vis a vis, entonces buscaba
a los que tenían y negociaba con ellos para su devolución. No era tonto
y sabía con quién se la jugaba, por ello el material era algo que
siempre devolvía, aunque tardara algo más de lo convenido. Del
Ruso se decía que fumaba como un cosaco, siempre estaba pegado a una
plata y eran muy pocos los que le negaban unas caladas porque él también
solía invitar a todos. Aunque parecía que era el guardaespaldas del
Palanca, y en cierta manera
lo era, no se limitaba sólo a eso, pegado siempre al otro conseguía
entrar en todos los negocios y aunque le tomaran por tonto, por ser
demasiado simple, no lo era en absoluto. Nunca le debía nada a nadie y
siempre se le veía con dinero. Pese a pasarse el día fumando heroína,
prácticamente no se le notaba y podía permitirse lujos como cerveza,
patatas fritas o bollos. No es que ganara más que su protegido, es que
tenía más cabeza para el dinero. Hacían una extraña pareja, pero no
parecían vivir mal, estaban ambos demasiado hechos a la vida privada de
libertad como para notar su ausencia.
Así, las cosas no parecían ir mal hasta que entraron los cuatro
atracadores de joyerías. Eran una banda que había robado en las más
importantes con una violencia tan extrema que causó la alarma social y
toda la policía andaba tras de ellos. Cuando al final los detuvieron a
la salida de un establecimiento en pleno centro de la ciudad, con
tiroteo incluido, fue noticia en todos los medios. Entraron al módulo
pisando fuerte, sin miedo, pero sin abusar de nadie. Vestían bien,
pantalones y camisas de marca, buenos zapatos, siempre su paquete de
Marlboro o Winston, se veía que manejaban dinero. Empezaron a comprarle
heroína al Calvo, era un tipo
serio, siempre tenía material, y del bueno, y nunca había problemas con
él. Lo preferían con mucho al
Palanca, a éste nada más verle se sabía cómo era, que alguna te
liaba y que era preferible no tratar con él, y más gente como ellos que
no les faltaba el dinero. Solían comprar cuartos o medios gramos, nada
de posturas, y siempre pagaban. Para un buen comerciante eran los
clientes perfectos, pero el
Palanca era un imbécil. Aunque era raro, el
Calvo se quedaba sin material de vez en cuando y entonces se veían
obligados a acudir a él. En las primeras veces que les sirvió heroína no
hubo problemas, todo fue bien, lo que les hizo bajar la guardia a Jaime,
Roger, Carlos y Quique, a los que todos llamábamos los
atracadores, por lo que un día le dieron dinero por adelantado. El
Palanca no sólo no tenía nada, sino que además le debía dinero al
que se la daba. Intentó hacerse la jugada: pensó pagar la deuda con el
dinero que le habían dado y que le fiara, para así darle lo suyo a los
otros y el quedarse con
algo, pero le salió mal. El que tenía
caballo cogió su dinero, dio la deuda por saldada y le dijo que no
pensaba fiarle nunca más, que ya estaba harto de que siempre le debiera
y de no cobrar hasta que a él le diera la gana. El
Palanca primero le rogó cuanto pudo, pero viendo que no conseguía
nada empezó a amenazarle. Se intentó resistir, pero el
Ruso
se acercó intimidante y terminó por dárselo y pedirle que se lo
pagara cuanto antes. Al final los
atracadores tuvieron lo que habían pagado por adelantado, pero se
enteraron de la manera en que lo había conseguido y no les gustó nada,
por lo que decidieron no volver a
pillarle nunca más. Pero en una conducción se llevaron al
Calvo y hubo una verdadera crisis, nadie parecía tener una micra de
heroína. Menos el Palanca, que
intentó aprovecharse de ello. Pese a la promesa hecha los
atracadores volvieron a tratar con él. Quedó en darles medio gramo
en el momento y uno al día siguiente, que pagaron de una vez. El
Palanca les dio la papela
con el medio gramo y todo quedó bien, pero al día siguiente cuando los
otros le pidieron lo que restaba éste empezó a darles largas y ponerles
excusas. Así estuvo tres días por lo que al cuarto se enfrentaron en el
gimnasio. Se iban a enzarzar en una pelea cuando el
Ruso sacó un pincho del tamaño de un machete, por lo que los otros
tuvieron que contenerse. El
Palanca se envalentonó y en medio del calor de la situación,
creyéndose más kíe que nadie,
les gritó que se olvidaran del gramo porque no pensaba dárselo nunca.
Eran veintidós mil pesetas, pero incluso eso era lo de menos, lo que
“enfermó” a los atracadores
fue la humillación, por lo que desde ese momento se la tuvieron jurada.
No se cruzaban nunca y procuraban mantenerse lo más lejos el uno de los
otros, pero el odio y el deseo de venganza ya estaba clavado en sus
corazones. El Palanca lo
olvidaría, ellos no podrían.
Por eso, cuando al Ruso le dijeron que recogiera sus cosas porque se lo llevaban de
cunda a otra prisión el ambiente general del módulo se hizo más
espeso. Eran muchos los que tenían cuentas pendientes con el
Palanca por lo que ahora, indefenso sin su guardaespaldas, era
vulnerable ante cualquiera. A él se le vino el mundo encima y andaba
completamente nervioso de un lado para el otro dudando si
refugiarse
o no. Era una solución: refugiarse y pedir el tras lado a otro
penal, aunque eso de esconderse era de cobardes. La verdad es que no
tuvo tiempo de decidirse. Estando en el servicio orinando, no hacía ni
dos horas que el Ruso había
salido por la puerta, llegaron los atracadores y cerrando la puerta de fuera se lo llevaron al fondo,
junto al último de los urinarios, lejos de la cámara y las miradas
ajenas. No le dijeron nada, no le insultaron o le recordaron la deuda,
ni tan siquiera abrieron sus bocas para explicarse, simplemente sacaron
los pinchos que se habían procurado y los hundieron en su cuerpo, por el
cuello, por el pecho, por el vientre. Lo arrojaron a una de las cabinas,
le rajaron de arriba a abajo y le doblaron las piernas rompiéndoselas
para que no sobresalieran por la puerta. Se lavaron las manos, uno se
quedó con las armas para deshacerse de ellas y fueron saliendo uno a uno
a intervalos, dejando el último la puerta de los servicios abierta.
Cuando yo llegué no me lo esperaba, al abrir la puerta y contemplar el
espectáculo que se ofrecía ante mí no pude evitarlo, mi estómago se
contrajo por un impulso inconsciente y por mi boca salió todo su
contenido, ensuciando las paredes, pero en especial, cayendo sobre él.
Sé que eso no es respeto, y aún me lamento de una cosa así. Reconozco
que me siento culpable de haberlo hecho, tenía que haber tenido más
autocontrol, haber sido más humano ante una persona así, al final de sus
días tan horriblemente muerta, pero fue totalmente involuntario. No es
necesario que nadie me diga nada, ya sé que eso no se hace. |