Antonio Palma
Ruido
confuso de voces (rumor). Luego se ve un hombre que se sabe libre por
primera vez cinco años después. Aparece una calle irreal con bares, cafeterías por todos los lados. En el cristal del escaparate de
cada uno de ellos se repite el mismo cartel: SE
BUSCAN EMPLEADOS. No sabe por qué, pero cada vez que se acerca a
ellos una rápida mano surge para retirar el anuncio. Manos de
todos los tipos: jóvenes, suaves, largas, delicadas, cansadas,
desesperadas, y hasta conformes con la rutina de su destino, pero todas
hacen desaparecer las ansiadas tres palabras. Un sudor frío comienza a
brillar sobre su frente, muy despacio ésta se llena de gotas que se
unen en surcos que recorren su expresión de miedo. Tan sólo le resta
un bar, su última oportunidad. Se dirige hacia él hasta que oye el
sonido de su propia risa. Lo siguiente es un sitio medio oscuro y extraño
repleto de parroquianos de
aspecto extraño. Lucha entre ellos por hacerse sitio cargado con una
bandeja llena de botellas etílicas. Siempre es lo mismo, siempre la
gente, siempre la bandeja con botellas, pero cada vez está más
cansado, más triste, más envejecido. Llega un momento en el que todos
los que le rodean le miran fijamente y comienzan a reír, a reírse de
él. Esas risas, esas risas que le atormentan no desaparecen hasta que
todo se vuelve negro y se
alejan de él un segundo antes de sentirse tan deslumbrado que no puede
abrir los ajos. Se protege con las manos intentando habituar sus ojos
que, en cuanto pueden, perciben un ser celestial ¡Ve cada vez mejor, ya
lo aprecia todo! No es más que una muchacha, como él, y no es
especialmente bonita, pero hay algo en ella que hace que desee mirarla
constantemente. Ella termina por sonreír, y unas chispeantes cosquillas
les recorren a ambos estando por primera vez unidos en algo y deseando
ya no separarse jamás. Pero se separan una mañana y otra y otra. Casi
todas las mañanas para ir al mismo sitio medio oscuro, aunque ya no le
miran los seres extraños para reírse de él, ahora cuchichean entre
ellos en cuanto se les acerca para volver pronto a su alcohol y a sus
grandes voces. Una vez junto con su amada mujercita, otra vez el bar,
las imágenes se van turnando en una loca noria que parece no querer
detenerse, no tener fin, y aunque es así hay que fijarse que van
cambiando casi imperceptiblemente sus
caras, sus cuerpos,
el ánimo. La rutina, la desesperanza en el presente y en el
futuro, el miedo a una trampa de la que no se puede escapar, la soledad
impuesta para esperar a unos encuentros que ya no nos traen la risa y el
olvido. ¡Si pudiera romperlo todo y volver a empezar!... Acabaría
cometiendo los mismos errores, repitiendo la misma vida. Son pocas las
oportunidades que se le ofrecen a un ser como él, por ello surge la
primera discusión, en realidad nada importante, algo casi anecdótico
que a los pocos minutos les lleva al abrazo, al perdón y a los besos,
pero no tarda en volver a suceder, y esta vez es más agria, más dura,
más fría. Pronto se repiten con más asiduidad sin que pueda hacer
nada para evitarlo, pero sufriendo siempre por ello...Cuando es
consciente de lo que sucede la relación ha sido destruida ya, sólo
existe la desconfianza, la incomprensión mutua, el rechazo, el dolor,
el miedo al contrario. No quiere llegar a odiarla y está a punto de
suceder, por lo que sale de casa sin saber a dónde ir, pero seguro de
lo que siente y de que lo intentará de nuevo en otro lugar, lejos, muy
lejos...tan lejos que llega a otra ciudad, pero en ella aparece de nuevo
una calle repleta de cafeterías, bares y restaurantes. Pese a ello no
desea repetir la misma historia, abandona a toda prisa la calle luchando
por tener una vida distinta, pero las calles se suceden y en cada una de
ellas lo que contempla es lo mismo. Llora de rabia, llora porque se
siente en una prisión y la vida nunca debería sentirse como una prisión.
La siguiente imagen, algo color sepia ya, es un lugar menos extraño en
el que paran clientes menos extraños, lo que siente
como una oportunidad. Repleto de seres y risas va de una mesa a
otra todo lo deprisa que puede recogiendo vasos vacíos y entregando
vasos llenos de licor de colores distintos y sofisticados. Siempre sale
cansado y siempre da un largo paseo hasta su casa, bueno, hasta el
cuchitril pequeño e infecto donde duerme o simplemente se queda tumbado
para pensar. La soledad y el pensamiento no son buenos aliados, traen la
tristeza y el dolor, ese dolor del alma que se clava como un bisturí y
que nada físico puede calmarlo. Llora, durante horas, durante días, años
enteros llorando hasta que una mano suave acaricia su rostro para que
desaparezcan todas las lágrimas que hay en él. Vuelve, después de un
tiempo impreciso e infinito, a sonreír y nuevamente es el amor quien lo
porta entre sus brazos. El mostrar cómo es él en realidad, el
descubrimiento del otro, la pasión llena de tactos humanos...todo hace
que vuelva a ser posible la felicidad. Pero esto es sólo una artimaña,
un engaño, pronto se suceden los días y pronto la vida se convierte en
esa insípida rutina de la que ya intentó huir en el pasado y que
vuelve a sumirlo en la duda, duda que es más terrible que la cruel
realidad. Sigue el amor y la relación, pero ya todo se encuentra
infectado sin remedio, lo que lo llevará a tratar a su mujer con
hiriente sarcasmo, con un desprecio impropio de él, pero en el fondo de
su pozo de sufrimiento el miedo está venciendo. Termina por romperlo
todo, la mujer desaparece entre incontrolables llantos y él se vuelve a
sumir en la soledad, lo único que le queda. Cuando el corazón vuelve a
poner en su sitio a la razón comprende que esta vez ha sido culpa suya,
que el miedo a la libertad le ha llevado a romper con la mujer que amaba
y ha infringirla un dolor innecesario, lo que le hace sentirse como un
gusano, como el más despreciable de los seres que pueblan el aire, el
mar y la tierra. El paso a desear el final está demasiado cerca: no hay
más oportunidades para él, ha quebrado lo único que podría haberlo
salvado. El ruido de la gente se hace cada vez más alto, hay un barullo
impresionante compuesto de coches, autobuses, furgonetas, camiones y
gente yendo de un lugar para otro con determinación inquebrantable.
Sabe que pronto todos le mirarán a él y se reirán con un estruendo
que lo volverá loco. Corre, corre, más y más deprisa, pero las
piernas no le responden y parece que se desplazara a cámara lenta. La
mayor de las angustias lo domina, pero ello no impide que todos
comiencen a reírse de él. En calles y callejas, paseos y plazoletas,
por cualquier lugar de la ciudad que transita los ciudadanos en cuanto
le ven le señalan con el dedo y surge la odiada risa. No puede más,
cree que va a enloquecer y su mente divagará sin retorno a la razón.
Su mente y sus piernas le llevan lejos, lejos, muy lejos, hasta
un puente que cruza un río bravo y turbio que le recibe como a un
invitado. Lo mira vagamente, como si tuviera que surgir una idea para
verlo en toda su magnitud. La idea ha llegado: sólo tiene que subirse a
la barandilla y resbalar al vacío para que todo esté bien, para que,
por primera vez, todo esté bien. Desde lo alto del puente la realidad
se ve pequeña, diminuta, tan frágil que casi pareciera que puedes con
ella, pero sabe que no es así, que nunca es así. Quiere arrojarse,
volar hasta que el sufrimiento se aleje por siempre de él. No puede,
algo mucho más fuerte se lo impide...
El grito de su propia voz le despierta. Aún confuso comprende
que no ha sido más que una horrísona pesadilla. Más tranquilo ya, se
revuelve en la cama para intentar conciliar de nuevo el sueño. Se
encuentra algo alterado. Es su última noche en prisión. Mañana será
libre. Al
principio todo le parecía como si fuera un enorme escenario, algo
falso. Pero eso fue hace ya tiempo, la realidad terminó imponiéndose y
definiendo medidas y límites y arrinconando así al olvido sus primeras
apreciaciones. Todo tenía el aspecto que debía tener: confuso,
complicado, difícil. Hasta hace poco él tenía todo un esquema sobre
el que situarse: un horario regular, tres comidas, cama y unos enormes
muros que lo convertían en un objeto manejado a la voluntad de unos
completos desconocidos. Lo que todos conocen como falta de libertad,
aunque más bien se trate de una retención física que acaba por
aplastarte pese al esfuerzo titánico de no perder la capacidad de
pensar por uno mismo. Quizá todo consista en eso, en aislarte de ti
mismo, alejarte tanto que el pensamiento se convierta en un músculo
atrofiado. Desde luego que él había perdido esa batalla, hincó sus
rodillas y se olvidó de toda ética para que le dejaran salir antes de
allí. Lloró en soledad por su valor, por la fuerza desaparecida al ser
entregada al enemigo, por la dignidad que no se le sería devuelta hasta
abandonar todo aquello...Y, sin embargo, el sueño resultó una estafa,
un alegórico engaño de quien da la última carcajada. Volvía a tener
un horario, volvía a estar encerrado ocho horas diarias y aún permanecía
encadenado a un mísero lugar que no sentía como su casa. La libertad
había sido eso, un mero ensancharse los muros que, porque no se
pudieran ver, no significaba que no estuvieran ahí. Al principio,
inconsciente de él, aun pensó que era diferente, hinchaba los pulmones
creyendo que respirar los gases de la ciudad era respirar en libertad,
que pasear de un lugar a otro era la libertad, que dormir hasta la hora
que desease era la libertad, pero pronto percibió el artificio y la
realidad le escupió en la cara sin ninguna compasión. No la había
para casi nadie, cuanto menos para alguien como él. Sólo restaba la
lucha, pero una lucha silenciosa que únicamente le incumbiera, todo lo
demás podía seguir tal cual estaba: nunca había sido un héroe y no
iba a serlo precisamente en ese momento. Deseaba modificar la realidad
que lo aplastaba, pero únicamente su
realidad, bastante complicado resultaba conseguir esta meta. Primero un
trabajo, es decir, patearse la mitad de la ciudad persiguiendo
inconscientemente a otros desesperados que le precedían en el mismo
intento. Luego un apartamento, es decir, volver a seguir a otros
desconocidos que tenían su misma intención. Y después ¿qué?..
Porque tener esas cosas básicas que necesitaba no daba sentido a una
vida. Conseguirlas no había sido el final, tan sólo el inicio de algo
que desconocía. Se levantaba por las mañanas a las seis y media, iba
al taller en el que trabajaba donde pasaría la mayor parte del tiempo y
al salir veía la misma desvaída luz de la mañana, lo que
irremisiblemente le hacía sentirse atrapado en un tiempo inamovible.
Corría a su casa intentando vivir un poco, hacer algo distinto, pero en
cuanto llegaba se tumbaba en el sofá y todo el cansancio se acumulaba
en sus hombros y solo el hambre lo levantaba para prepararse algo rápido
y después meterse en la cama con un libro, pero el sueño le vencía en
la misma página que había leído una y otra vez y de la que no conseguía
pasar. Y esto un día y otro día y un millón de días más si no
conseguía cambiar las cosas, pero quién es capaz de cambiar nada. Había
momentos que sentía que no podría continuar, entonces pensaba en
comprarse un arma, meterse en cualquier banco y saberse vivo durante
unos minutos hasta que todo acabara con la huida, pero todo quedaba
encerrado dentro de su cabeza, no quería más problemas, no quería más
patio, más muros, más arbitrariedades de personas que lo manejaban
como a un pelele. Cuando salió se juró que nunca más, y así sería
por muchos problemas que tuviera. Tenía que encontrar un sentido a su
vida, no ir dando tumbos de un lugar a otro sin una senda clara por la
que transitar. Lo sabía, era plenamente consciente de ello, pero eso no
contestaba tamaña pregunta. Siempre creyó que la ausencia de dolor era
suficiente, pero esa ausencia no nos da la felicidad, ésta no es nunca
la negación de algo, sino un sentido pleno en sí misma. Todo habían
sido huidas, intentos vanos de construir una vida a partir de retazos de
placer, de instantes inconexos de gozo que nunca le habían llevado a
otra parte distinta de un nuevo ir hacia delante tanteando en la mayor
oscuridad. Le ocurría que trabajando se ensimismaba en la contemplación
de sus compañeros, como si así pudiera averiguar cuál era el sentido
que cada uno de ellos daba a su vida, pero nada obtenía. Llegó incluso
a preguntárselo a aquellos con los que más confianza tenía, y tras la
expresión de sorpresa todos le contestaron más o menos lo mismo: el
sentido de la vida es estar vivo, amar y ser amado, crear una familia
por la que luchar y sentir que te da fuerzas para levantarte cada mañana,
lo demás no eran más que entelequias, bonitas palabras hueras de
sentido real, discursos filosóficos de quien solo se mira el propio
ombligo. Quizás tuvieran razón y él se empeñaba en encontrar un
imposible, quizá la vida se reduzca a algo tan simple como formar una
familia para que una parte minúscula de ti perdure en los genes de los
hijos y en los de los hijos de los hijos, un breve recordatorio que sería
olvido muy pronto, perdido en la inmensidad del tiempo y del universo.
Está bien, lo haría, pero sería más difícil de lo que se podía
imaginar, era mucho el tiempo en que no trataba a las mujeres, que no
tenía una a su lado. Las
salidas nocturnas en su día de descanso podían no ser la mejor idea,
pero no se le ocurrió otra. Acompañaba a sus compañeros solteros en
sus correrías, aunque muchos tan solo deseaban un polvo sin más
complicaciones, para así conocer mujeres y encontrar entre ellas a la
que convertir en madre de sus hijos. Como era fácil de prever, en
ninguno de los locales que visitaba se encontraba nada parecido a sus
deseos, por lo que terminó perdiendo el ánimo y abandonando estas
actividades. Volvió a encerrarse en sí mismo, a beber en soledad más
por rabia y frustración que para divertirse, transformándose en un ser
resentido y triste. La rutina lo mantenía dentro de unos márgenes,
pero el dolor y el miedo se habían apoderado de él: una nueva batalla
perdida. Cuando una desazón profunda comenzó a dominarlo por entero
volvió a surgir la desesperada idea de dejar el trabajo, su apartamento
y largarse lejos de allí, a otra parte donde empezar no sabía muy bien
qué. El sentido lo tenía la huida, el viaje en sí, no tanto donde
llegara o lo que hiciera: ¡acabaría siendo lo mismo!, algo de lo que
era íntegramente consciente. Tenía hasta decidido el día en que
rompería la baraja cuando la cocinera del bar donde solía almorzar
empezó a mirarlo de una manera muy distinta. Se trataba de una mujer
sencilla, ni guapa ni fea, pero con una fuerza de carácter y una
seguridad en sí misma que siempre había admirado. Hasta ese instante
no había reparado demasiado en ella, como si por el simple hecho del
lugar de encuentro ya la hubiera descalificado, pero no tardó en
enmendar el error y, así, cada vez tardaba más en abandonar el bar,
tanto que acabó por tener problemas con el encargado del taller. Al
explicarle lo sucedido ella le comentó, con una tranquilidad que a él
le resultaba imposible sentir, que lo mejor sería que se vieran fuera
de sus respectivos trabajos. El primer encuentro lo vivió casi como una
cita de adolescentes, pero ella tenía una dulzura que lo envolvió todo
y que terminó por empaparle. Al final de la noche parecía que llevaran
años conociéndose y un nudo gordiano los enlazó definitivamente.
Cuando su boca sintió los cálidos labios de ella supo que la amaba. No
sabría decir por qué, pero sí que ese sentimiento perduraría para
siempre y que la felicidad podría encontrarse en él. Al final, la
libertad puede que fuera eso, sencillamente eso. |