Antonio Palma
¿Es
que eso podía ser tan peligroso? ¿Te salta al cuello, te apuñala, te
dispara? No era más que un poco de polvo marrón, inerte, sin vida,
inocente en su pura simpleza. Y sin embargo...
Todo comenzó a los pocos días de entrar en prisión. Carlos vivía
en una celda con otros dos traficantes, gente curtida en muchos años de
delincuencia y que procuraban protegerlo porque era blanco,
primera entrada, y no sabía nada de aquello, ni tan siquiera se le veía
ducho en el propio comercio ilegal de la coca. Se sentía tranquilo con
ellos y procuraba poner toda su atención en lo que le explicaban o
contaban para no seguir siendo durante mucho tiempo un inexperto, un
tonto, es decir, un pipas en términos
de allí dentro. Una noche que el recuento había acabado y estaban
aislados por el cerrojo exterior empezó a haber ciertos movimientos que
le resultaron extraños, pero nada quiso preguntar. A los pocos minutos
vio sobre un buen trozo de papel de plata ese polvo marrón que no
insinuaba ningún peligro. Le preguntaron si lo había probado y contestó
con sinceridad: no, no lo había probado. Le dijeron que por ellos no
había problema, no era una cuestión de dinero, pero que se lo pensara
porque las primeras veces tiende a sentar mal y a provocar vómitos. No
había inconveniente, ya se encargaría él de atenuar los efectos
secundarios. Puestos todos de acuerdo no hubo más que hablar: por
riguroso turno se iban pasando de mano en mano un tubo del mismo
material semimetálico por el que aspiraban el humo que desprendía la
gota oscura en que el polvo se había convertido por efecto del calor.
No fueron muchas las inspiraciones que hicieron hasta que el denso líquido
desapareció. Sus otros dos compañeros lo miraban disimuladamente
esperando un súbito mareo o un vómito incontrolable, pero nada de eso
ocurrió. Se subió a la litera sin ningún problema, se tumbó en la
cama con las manos apoyadas sobre el pecho y sintió la más maravillosa
sensación de sosiego que jamás antes le embargara. Era un cielo químico,
falso, pero un cielo en definitiva en un lugar que podía parecerse
mucho a un infierno. Nada le importaba ya, todo estaba bien y lo único
que necesitaba era fumar un cigarrillo. Con él entre los dedos la
felicidad resultó completa. Lo que no supo en ese momento es que había
cometido el mayor error de su vida. Suponía
que había seguido el mismo camino que la mayoría de los que entraban
en Carabanchel por primera vez: trabajó en la limpieza de la galería,
luego intentó conseguir un destino mejor acabando en el grupo de teatro
de la propia prisión. El teatro le fascinaba desde hacía mucho tiempo,
pero nunca tuvo la oportunidad de relacionarse directamente con él. Por
eso, le resultó muy interesante toda esa experiencia. Se levantaba por
la mañana y tras una ducha desayunaba en el enorme comedor, luego volvía
a su celda para dejarla en perfecto estado de revista y marchaba a la
galería cultural en la que estaba situada la biblioteca y las aulas en
las que se impartían clases, junto con el local insonorizado para el
grupo de música y el auditorio donde se proyectaba el cine y en el que
ensayaban los componentes de la farándula
teatrera, como a muchos de sus compañeros les gustaba llamarlos. Lo
mejor de todo no era actuar, meterse en la piel de un ser distinto a él,
con todo lo gratificante que resultaba, lo mejor era sentirse en un
teatro en el que sólo tenías que atravesar el patio de butacas para
salir al hall cuyas puertas de cristal mostraban la calle. Aunque al
final de cada jornada la realidad chocaba de frente contra todos los
vanos sueños. Muros de piedra de altura inalcanzable, puertas que jamás
se habrían sin exhaustivas comprobaciones, una ratonera en la que tenían
que convivir por la fuerza cuatrocientas, quinientas, incluso más
personas desconocidas entre si. Él tenía su válvula de escape en el
teatro, pero no así su familia y todos los seres queridos que habían
quedado sufriendo en el exterior. Era ese dolor ajeno lo que más lo
torturaba, lo que lo sorprendía en mitad de la noche corroyéndole el
pecho y el que le hacía llorar en silencio para que su cuerpo y su alma
se aliviaran. Luchaba por no sentir nada de eso, no porque deseara ser más
inconsciente, sino porque sabía que eran muchos los meses, incluso años,
los que tendría que pasar en ese lugar o en otro similar, y ya tendría
tiempo de cansarse de aquello. Toda esta situación lo volvía aún más
inestable y vulnerable de lo que ya era, pues la seguridad en sí mismo
no era una de sus cualidades, antes bien, la debilidad constituía una
de sus más destacadas características. Y era esta debilidad la que le
llevaba en algunas ocasiones tras el cierre definitivo de la puerta a
esperar el papel de plata, el polvo que se convertía en gota, el humo
que entraba en sus pulmones para desterrar cualquier dolor, cualquier
preocupación y devolverlo de nuevo a esa dicha extensa y sin matices
que le proporcionaba el sentimiento más parecido a la felicidad.
Entonces ya nada importaba y el día desaparecía como algo que mereció
la pena vivirse. Pero estas ocasiones eran muy pocas, sucedían cada uno
o dos meses, lo que no le llevó a plantearse nada, ni siquiera a pensar
en el peligro que podía suponer. Era demasiado ocasional y él
demasiado mayor, treinta y ocho años, como para que eso lo atrapara. Su
madurez era capaz de controlar cualquier cosa de ese tipo a la que se
enfrentara. Este fue su segundo mayor error, pero entonces ¿qué sabía? Las
circunstancias le llevaron a cambiar de celda, por lo que también de
compañeros. Ahora vivía con Daniel, un hombre que por diversos
avatares de su vida había pasado diecisiete años en prisión. Aunque
este dato nos pueda hacer indicar que se trataba de una persona
peligrosa, en realidad era todo lo contrario. A él lo recibió casi
como a un hermano al que tiene mucho que enseñar, y lo primero que hizo
fue rogarle que no volviera a consumir heroína nunca más. Él se
encontraba enganchado y no quería eso para su nuevo compañero y amigo.
Como el consumo era tan esporádico, no supuso para Carlos ningún
problema prometerle que no se repetiría, pero era más fácil de decir
que de cumplir. Los primeros meses pasaron sin que surgiera ninguna
oportunidad de contravenir la palabra dada, pero en cuanto se vio entre
otros que le pasaban el tubo para que el humo entrara en sus pulmones no
fue capaz de decir que no. La placidez volvió a invadir su cuerpo y una indiferencia beatífica su alma: era la mejor
manera de pasar aquello, pero no fue tan valiente para decírselo a sí
mismo con la suficiente claridad como para darse cuenta de que esa
afirmación no era más que una completa locura. Como no podía ser de
otra manera, Daniel se enteró y la bronca que le echó fue enorme.
Nadie le había atacado nunca con tanta rabia, nadie le había escupido
a la cara los apelativos como afilados cuchillos, en fin, nadie le había
hablado con tanta claridad ¡Él no tuvo a nadie que lo salvara del
abismo, pero Carlos lo tenía a él y no permitiría que nada le
ocurriese! Fueron tan sinceras y hondas sus palabras que terminó por
darle la razón y prometerle que ya se había acabado para siempre.
Daniel terminó por darle un sincero abrazo para que supiera que era el
cariño y la amistad los que le habían hecho actuar así. Supuso la
primera crisis entre ellos, pero por fortuna se cerró con una comprensión
plena. Carlos pasó los días siguientes sintiéndose culpable, pero ese
sentimiento también se fue difuminando hasta no quedar nada de él. Por
desgracia, su memoria era selectiva y acabó por olvidar la bronca, las
palabras que pretendían herir y las que pretendían acariciar, las
razones que trataban de salvar a aquel que todavía estaba a tiempo. Y
eso era literalmente cierto, aún estaba a tiempo de dar la vuelta
porque todavía no había atravesado la línea de la que es casi
imposible regresar. Pero Carlos no vio en ello más que el juego del ratón
y el gato: sencillamente, si Daniel no se enteraba es que no había
pasado. Nadie puede entender que una persona inteligente pueda llegar a
ser tan estúpida, como nadie puede entender que alguien se destruya a sí
mismo y no ser consciente de ello. Pero éste es un camino que muchos
han transitado, y Daniel era uno de ellos. Pronto supo que las palabras
no servirían para Carlos, por lo que intentó una estrategia diferente,
mucho más práctica. Sabía que su amigo era consumidor habitual de
cannabis en el exterior, y aunque allí dentro también fumaba, lo
cierto es que era mucho más fácil conseguir heroína que chocolate.
Utilizando sus conocimientos y contactos consiguió que fueran muy pocos
los días al mes que no tenían hachís para consumir. Tal como lo había
pensado sucedió en la práctica: la droga blanda cubrió las
necesidades de evasión de Carlos y éste no volvió a pensar en heroína
nunca más, o casi. Esos escasos días que tenía que vivir sin ninguna sustancia
en el cuerpo eran como si los tuviera que transitar con una pesada losa
en el cuello. Esto no decía nada bueno de Carlos, sobre todo porque
alguno de ellos los alivió con el polvo marrón, pero utilizando ya una
manera tan refinada que consiguió engañar a su amigo Daniel en más de
una ocasión. Estúpidamente pensaba que ya era un preso experimentado,
que ya había aprendido lo suficiente como para vencer la enorme sabiduría
que su amigo tenía de esos lugares, lo que le hacía sentirse íntimamente
orgulloso. Lo que nunca se le ocurrió pensar es que a la heroína no la
engaña nadie jamás. El
histórico penal de Carabanchel fue cerrado y todos los internos
repartidos por distintos Centros de Madrid. Carlos acabó en Madrid V,
es decir, en Soto del Real porque se había matriculado para hacer el
Curso de Acceso para mayores de veinticinco años y en dicha prisión
había un Centro Asociado de la UNED. La llegada a dicho módulo supuso
un cambio radicalmente distinto. Allí se estudiaba, los compañeros tenían
más formación que la mayoría y el trato era más relajado. Tanta
diferencia existía con lo que había conocido hasta el momento que
pensaba que ese sitio se parecía más a un Colegio Mayor. Esta primera
impresión la conservaría hasta el final, pero pronto se dio cuenta de
que una cárcel siempre es una cárcel por mucho que se diferencien
entre sí. Allí el chocolate
corría sin demasiada dificultad, pero la heroína, como en todo penal,
era la reina del lugar. El principio fue muy prometedor. Carlos había
tomado la decisión de que con Carabanchel había acabado toda su
experiencia con la sustancia maldita, lo que puso en práctica desde que
llegó a dicho lugar. Allí se construyó una vida, una rutina, que era
la mejor manera de vivir sin sentir el lento paso del tiempo, del enorme
tiempo que le quedaba por delante. La mayor parte del día la consumía
en un aula estudiando. Aunque de pequeño nunca había sido un buen
estudiante, las circunstancias lo habían cambiado y ahora se entregaba
a los libros con enorme placer. La lectura era su segunda actividad,
pero eso siempre había sido así: podía no gustarle encerrarse con un
maldito libro para repetir como un papagayo en el examen lo en él
escrito, pero el conocimiento era otra cosa: siempre tuvo una enorme curiosidad
intelectual. Ahora podía reunir ambas cosas, y esta unión funcionó
durante mucho tiempo como escudo contra pretéritos errores cometidos.
De vez en cuando se daba un pequeño homenaje nocturno de porros,
pero al principio no pasó de ahí. La relación con el resto de sus
compañeros era buena. Como es lógico, intimó con aquellos con los que
más coincidía o con los que tenían intereses parecidos, pero esto no
suponía que se produjera ninguna fricción con nadie, es decir, no tenía
enemigos. Su carácter abierto y espontáneo
le granjeo un trato bueno con la mayoría de los hombres con los
que se veía obligado a convivir, cifra que ahora era mucho menor. Los
nuevos Centros Penitenciarios se habían construido con una idea
completamente distinta de la anterior. Ya no eran galerías enormes con
mucha población reclusa, sino pequeños módulos separados físicamente
entre ellos y en los que nunca había mucho más de noventa o cien
personas. Esto hacía más fácil su control, así como tener una cabal
información de cada uno de ellos. En este ambiente su vida se fue
desarrollando con cierta tranquilidad, pero en su interior seguía
escondido ese deseo de huir químicamente de allí. Como no podía ser
de otra manera, la ocasión se presentó. Un compañero con los que más
trataba, y por tanto se suponía que era su amigo, le preguntó si
tomaba de aquello porque tenía un poco y no le importaba compartirlo
con él. El detalle era importante porque el precio de la heroína en
prisión es desorbitado, unas ocho veces lo que cuesta en la calle. Es
necesario remarcar con ello que la voluntad de su amigo fue buena. No se
trataba de incitar a Carlos para que volviera al peligro, sino de tener
un detalle con él. Sea como fuere, acabaron escondidos en un baño,
lugar sin cámaras, quemando
el papel interior de un paquete de Bisonte para que quedara intacta la
hojilla metálica. Con ella hicieron dos trozos, uno para hacer un tubo
y otro para la propia gota. Al cabo de dos, tres caladas la placidez y
bonanza sensitiva volvió a todo su cuerpo. Ese placer que hacía tiempo
no sentía volvió, y con él todos los deseos satisfechos que producía.
Fue una tarde como otra cualquiera, pero el veneno había sido inoculado
de nuevo. Su vida siguió transcurriendo sin grandes diferencias. No se
enredó en el consumo de un día para otro, por lo que los libros,
tantos de estudio como de narrativa, siguieron siendo sus principales
aliados. Sencillamente, muy de vez en cuando se daba un pequeño homenaje y nada más. Un pequeño placer como si de un buen vino o
una comida se tratase, cosas ambas que allí no existían. Pero ese
placer era tan enorme que Carlos deseaba participar de él cada vez más.
Así, los consumos se fueron repitiendo a intervalos cada vez menores,
nada que fuera preocupante, él tenía la fuerza de voluntad necesaria
para acabar con eso en cuanto quisiera, o al menos era lo que deseaba
pensar, pues la realidad es bien distinta. Nadie juega con la heroína.
Nadie. Es ella la que voltea personalidades y destruye voluntades, es
una de las cosas que van intrínsecas a su componente químico aunque no
se quiera reconocer. Esa soberbia inconsciente fue la que no detuvo a
Carlos cuando todavía estaba a tiempo. Hubo
un momento en que la suerte le dio una oportunidad, pero no supo verla.
Se trataba de una mujer, pues Madrid V es una prisión mixta. Era todo
lo que había soñado para sí, e incluso más: inteligente, culta,
madura, independiente, valiente, consciente del mundo y sus defectos,
sensual, atractiva, sensible...en fin, que satisfacía con creces su
corazón. Estudiaba Derecho, por lo que algunos días a la semana iba
por el módulo de estudiantes, pero Carlos era tan tímido con las
mujeres que no sabía cómo empezar una amistad que acabara en relación.
Además, ella tampoco se lo ponía fácil: llegaba, daba su clase y sin
hablar prácticamente con nadie desaparecía hasta la clase siguiente.
Pero hubo una novedad que cambió las cosas. Desde Carabanchel Carlos
intentaba repetir la experiencia teatral, sin ningún resultado positivo
hasta el momento. Al final buscó una obra que fuera adecuada para ese
lugar, implicó a otros compañeros y realizó un atractivo proyecto que
envió a la responsable de ese tipo a de actividades en el Centro. Pese
a su escepticismo, la Subdirectora de Actividades se reunió con él y
accedió, con una serie de condiciones, a todas sus propuestas, incluso
la que incluía en el grupo a mujeres. De esta manera el teatro le dio
una oportunidad inmejorable a Carlos. Ya sólo restaba que Paula, la
mujer de sus arrebatos amorosos, aceptara participar en el proyecto. La
contestación positiva fue más fácil de lo que esperaba porque el
teatro también la fascinaba. Así, a mediados de julio se iniciaron los
ensayos y el trato con ella fue completamente natural. Pocos días más
tarde se iniciaba una relación entre ellos y tres semanas después
Carlos le pedía a Paula que se casase con él. Jamás había pensado en
el matrimonio, y cuando lo había hecho era para rechazarlo sin ningún
tipo de ambages. Ella había pasado por una experiencia traumática que
la llevó a tomar la decisión de no volver a tener una relación
verdadera nunca más. Sin embargo, Carlos hizo la pregunta y Paula la
contestó afirmativamente: ocurría entre ellos algo tan especial que
las promesas y las ideas desaparecieron de la manera más radical: se
amaban, deseaban compartir el resto de sus vidas y querían que el mundo
entero participase de ese amor. Como en el lugar donde estaban recluidos
las cosas siempre van despacio, tardaron diez meses en estampar sus
firmas en el libro del Juzgado Civil, aunque para entonces todo el mundo
en Madrid V sabía que se amaban. Las pocas dificultades que en los
primeros momentos encontraron tenían que ver con el poco tiempo que
disponían para verse y las condiciones en las que lo hacían. El resto era
conocerse, intimar, disfrutar el uno del otro, establecer toda una
espesa tela que les cubría y los definía. No fueron malos tiempos,
pero existía una circunstancia que envenenaba toda esa unión, aunque
Paula no fuera consciente de ella. Ni él mismo era capaz de determinar
el porqué: podía decir que lo tenía todo, todo lo que se podía tener
en una prisión y, sin embargo, no fue capaz de dejar el traicionero
consumo de heroína. Su planteamiento era más una ficción que una razón:
cuando saliera de allí, ya que su ambiente no tenía que ver con esa
droga, la dejaría, no volvería jamás a consumirla y todo quedaría en
el pasado mezclado con todas las pesadillas y sufrimientos ¡Estúpido!
A esas alturas ya los consumos no eran mensuales, sino semanales. El día
de cobro, como tenía dinero facilitado por su padre pensionista, se
fumaba una papela y, al menos por un día, podía estar ajeno a todo lo que le
rodeaba. De lo que no se daba cuenta el imbécil de Carlos es que la
heroína siempre exige pagar un precio muy alto, y fue poco después
cuando empezó a pagarlo. Fumar una vez a la semana ya no le bastaba,
sobre todo porque cada vez le hacía menos efecto, y él intentaba una y
otra vez volver a sentir la maravillosa nihilidad de las primeras veces,
lo cual era del todo imposible. En ese sentido la heroína es como un río,
nunca te puedes bañar dos veces en el mismo agua, y una vez que te has
mojado solo te puedes secar saliendo de él. Pero esto no lo sabía ni
en ese momento lo deseaba aprender. El resultado fue que se pasaba
bastantes días ocupado en ocultárselo a su esposa e intentando que el
poco dinero del que disponía (por maravillosa concesión de sus padres
que preferían economizar ellos para que no le faltara nada a su hijo)
fuera necesario para alimentar el polvo insaciable. Lo primero que
comenzó a cambiar fue su carácter que se volvió cada vez más tenso y
agrio. Su mujer no entendía qué podía pasar y muchas veces le daba
vueltas a la cabeza durante horas intentando descubrir en qué podía
estar equivocándose. Aunque con altibajos, no podía ser de otra
manera, la relación continuó, incluso mejor de lo que las
circunstancias determinaban. Carlos creó una tupida red de alianzas y
mentiras para que Paula no se enterase, y durante mucho tiempo lo
consiguió, pero por el contrario su actividad consumista aumentó. Poco
a poco, paso a paso, sin darse cuenta llegó a convertirse en un auténtico
yonqui. Por las mañanas se levantaba pensando en cómo conseguir una
papela o dos para ponerse a gusto, por la noche lo único que deseaba
era encerrase en la celda con la imprescindible compañía de un poco de
polvo, un trozo de papel de plata y alguno cigarrillos. El problema, que
tomaba dimensiones alarmantes, se complicó con el tema económico, es
decir, acabó debiendo dinero a medio módulo, y por conseguir fumar
vendió todos aquellos objetos de
valor que tenía, incluso su ropa. Se volvió definitivamente agresivo,
se transformó en el paria del
módulo y perdió la poca dignidad que a esas alturas le quedaba. Ya era
en todos los sentidos un puto
yonqui de mierda. La heroína, como siempre, había ganado. Un
día Paula se enteró de toda la verdad. Había derramado muchas lágrimas
en su vida, pero su relación con Carlos la llevó a pensar que esos días
de intenso sufrimiento habían quedado atrás. Por eso, el golpe
recibido fue especialmente duro. Sentía que toda su esperanza se había
derrumbado y que la ilusión puesta
en su marido no era más que otro engaño.
Ya ni siquiera sabía quién era la persona con la que se había
casado. Una relación falsa, un matrimonio falso, quizá hasta un amor
falso ¿Qué actitud debía tomar ahora? Fueros jornadas de pesadilla,
de un tiempo que no parecía real transformándola casi en un fantasma
que camina entre humanos. Pero Paula no abandonó. La vida la había
hecho lo suficientemente valiente para intentarlo. Habló con Carlos
deseando saber cómo eran las cosas en realidad, es decir, hasta qué
punto era dependiente y si aún estaba a tiempo de dar marcha atrás.
Carlos habló con sinceridad porque sabía que si la perdía toda su
vida no valdría nada. Estaría acabado. Prometió una y otra vez que no
volvería a consumir jamás, que lucharía con todas sus fuerzas para
salvar su matrimonio, su historia de amor con su maravillosa Paula. Pero
las palabras son fáciles de decir, y lo que hacía falta eran hechos,
actos diáfanos que le permitieran a Paula saber que su recuperación
era verdad y no otra mentira como las de antes. La confianza estaba rota
y tardaría muchísimo en recuperarla, si es que lo conseguía algún día.
Carlos se propuso desterrar esa maldita dependencia de una vez por todas
¡Jamás volvería a tomarla! Las cosas empezaron a cambiar, poco a poco
al principio, pero más firmemente conforme pasaban las semanas y se podía
contar el tiempo entre el último consumo y el presente. La base de todo
en su relación consistía en la sinceridad plena. Si algún día caía
se lo diría a Paula: era peor la mentira que una recaída porque estaba
empeñada en que esa pesadilla quedara atrás. Pero dentro del alma de
Carlos seguía ese amor secreto por la sustancia desterrada, y así no
se puede acabar con ella. No consumía nada, pero desde un planteamiento
estúpido: la heroína era peligrosísima, pero eso no significaba que
no fuera a la vez maravillosa. Amaba a su esposa y sabía que el único
futuro que tendría sería con ella, y sin embargo volvió a caer. Tan
solo una vez, y se lo contó, como había prometido. Aunque temía su
reacción, esta fue racional y sensible. Utilizó las palabras, la lógica
y el sentimiento para que no se volviera a repetir, y esto desarmó
completamente a Carlos. Fue tan comprensiva con su reacción que desterró
de su corazón el amor por el opiáceo. Desde entonces se sucedían los
meses sin que surgiera ninguna necesidad, antes bien, comenzó a sentir
un rechazo casi físico por esos polvos y a contemplar lo que fue en el
pasado a través de los compañeros adictos que le rodeaban en el módulo.
Aunque sabía que nunca podía bajar la guardia, lo cierto es que se
convenció de que el problema lo había superado. Su relación con su
mujer fue asentándose y lentamente Paula iba recuperando la confianza
en Carlos, aunque una pequeña duda persistía en su interior, lo que
resulta normal teniendo en cuenta lo que había ocurrido entre ellos y
los meses de mentiras y engaños que había vivido. Deseaba poder
confiar en él ciegamente, pero eso tardaría muchísimo tiempo en
ocurrir. Pese a algunos problemas menores,
su historia de amor llegó a ser real y ya se podía decir que
eran un matrimonio sin mentir por ello. Carlos y Paula se amaban y solo
les restaba salir de la prisión para empezar su nueva vida.
Ocurrió casi imperceptiblemente. Estaban saliendo de permiso, lo
que significaba que el Régimen de Semilibertad no tardaría en llegar y
por ello la presión no era excesiva: con mirar atrás y comprobar todo
lo que habían aguantado era suficiente para no perder la calma. Carlos
estaba convencido de que lo había conseguido, quizá por ello bajó la
guardia un momento. Tenía lo que siempre había deseado: una mujer
maravillosa y un futuro por delante, pero todo lo olvidó durante unos
minutos, los que tardó en dar tres, cuatro caladas de una plata que le
habían ofrecido. Las sensaciones no resultaron demasiado fuertes, pero
trajeron a su memoria el falso cielo en el que durante un tiempo maldito
había vivido. Fue un tremendo error, pero aún mayor fue no decírselo
a Paula. Ella podía haberlo ayudado, pero al dejarla al margen la
desterró de su vida. Había sido repudiada de una manera silenciosa.
Pocos días después se repitió la misma escena, pero ya no fue tan
inconsciente, era el opiáceo veneno el que dictaba sus actos. Un mes más
tarde Paula soñó que Carlos se inyectaba heroína, cuando despertó
aterrada entre sudores sabía que algo pasaba. Él, nunca sabría por qué,
negó que hubiera vuelto a consumir y entre mentiras y zalamerías
consiguió que Paula se tranquilizara y continuara confiando. Pero igual
que la mentira es un componente químico de la heroína, la verdad es
parte indisoluble de la realidad. En pocas semanas Carlos perdió mucho
peso, volvió a tener la mirada vacía y el color
abandonó su rostro. Ya no pudo ocultarlo más. Treinta y seis días
después, y tras intentarlo todo, Paula rompía su matrimonio: fue como
si una muerte pequeña se instalara en un rincón profundo de su corazón
para quedarse allí para siempre. Volvió su mirada hacia su familia y
el amor se alejó de ella sabiendo que no regresaría jamás. Carlos
vivió la destrucción de su futuro como una consecuencia inevitable. Le
dolió, y mucho, pero se fumó unos cuantos chinos
para aliviarse e intentar olvidarlo, algo que no conseguiría. Unos seis
meses después deambulaba por Madrid preguntándose continuamente qué
había ocurrido, cómo había llegado a esa situación justo cuando más
fuerte era. Había destruido al ser que más amaba y había destruido a
su familia sin saber por qué, pero al final consiguió encontrar la
respuesta a esa pregunta: necesitaba matar al monstruo que habitaba en
su cuerpo. Una mañana fría y desapacible de otoño una señora encontró
en el portal de su casa un cuerpo de hombre sin vida. La autopsia
confirmó las sospechas: una sobredosis de heroína había acabado con
él. |