S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

PRIMERA PARTE

 UNO

 Nadie me creería, pero lo que más me humilla es este silencio, roto siempre por la mentira. Es como admitir que mi hijo es un animal, una bestia que hay que mantener separada y encerrada, y eso no es así, mi hijo cometió un error, y lo está pagando. El autobús tarda en llegar más que otras veces, hace frío y me estoy quedando helada. Es normal, es invierno, y más tan temprano, aún no son ni las ocho de la mañana. Y es que se encuentra muy lejos mi hijo. Sé que ahí está bien, pero ¡tan lejos! Bueno, algún día saldrá y ya no tendré que volver una semana más a ese maldito sitio. Ni tan siquiera entiendo por qué está encerrado: él no hizo mal a nadie, si la consumían era cosa suya, eran mayores de edad ¡Y le echaron tantos años! Enterarme supuso que gran parte del suelo cediera bajo mis pies: estaba preparada para cualquier cosa, una enfermedad, un accidente terrible..., menos para esto, pero ¿quién podía imaginarlo? ¡Nadie! Tuve que adaptarme, no había más remedio, él no iba a salir y a su padre casi lo entierra del disgusto y la humillación. Así es que tragué bilis, me dejé para la última y me hice cargo de toda la situación ¡Por fin llega! Como va medio vacío, me siento junto al pasillo, cerca de la puerta de salida. Tengo que caminar despacio porque mis piernas no son lo que eran. Ahora estoy más calentita. Mi marido, enfermo y con ochenta años, reaccionó hundiéndose en una depresión de la que aún no ha salido. Yo procuro atenderlo en todo y animarle, aunque mis amigas me digan que lo mimo en exceso. Puede que tengan razón, pero lo veo tan enfermo, tan indefenso como un niño, y no puedo evitarlo. Entre cuidados y cariños sobrevive a esa herida que no se cerrará hasta que su hijo salga de allí. Como es egoísta, piensa que por eso le quiere más, cuando en realidad es el silencio, la mentira, el engaño que sufro casi a diario lo que me emponzoña a mí y lo salva a él, pero no importa ¡ya sabemos lo egoístas que son los hombres! El autobús continúa por una ruta que conozco de memoria, y aún resta para llegar. Antes de salir, desde la cama, tras un fugaz beso me dice que no tarde mucho, que se encuentra solo y triste hasta que vuelva ¡Egoísta! No piensa en las innumerables estaciones de metro cruzando de un lado a otro la ciudad, en el frío que me enferma por el reuma, ¡en tanto tiempo y tanto silencio! Lo importante es que me pueda ver llegar a la hora calculada, que no tarde en poner la comida en la mesa y estar juntos en ese momento, es decir, en repetir una rutina a la que se aferra como supuesta normalidad. Siempre me pregunta por nuestro hijo, pero es difícil explicarle qué ocurre en una conversación por teléfono y con un cristal en medio. Contacto físico cero ¡Y necesito tanto tocarlo, acariciarlo, que sepa en su piel y en su corazón que le quiero, que nunca lo abandonaré! Aunque no apruebe lo que hizo, no estuvo bien, es delito, se piense lo que se quiera de ella, y punto. De lo contrario éstos son los resultados. Sé que tuvo sus motivos, no lo quería para vicio ni nada de eso, tenía un bar, le fueron mal las cosas, tuvo que hacer frente a unos pagos importantes y tiró por la carretera de en medio. Ahora tiene más deudas que antes y está tras unos muros, fue una idea errónea, aunque él tiene razón cuando dice que es fácil juzgar una decisión después de saber sus consecuencias, sobre todo si acaba mal. Si hubiera salido bien, las cosas serían completamente distintas y nadie juzgaría a mi hijo, nadie diría esto o lo otro de él. La realidad es muy otra ¡y se acabó! No hay que darle más vueltas ni buscarle los tres pies al gato. A nadie le gusta un plato como éste, y menos a mí, que jamás pasó por mi cabeza ni la más ridícula posibilidad, pero es mi hijo, no puedo olvidarme y dejarlo solo, eso jamás ¿qué clase de madre sería? ¿Qué posibilidades tendría sin mi apoyo, aunque sea en lo económico? Somos jubilados y no tenemos mucho dinero, pero procuramos darle todo lo que podemos, no quiero que le falten sus cosas. El autobús comienza a frenar con suavidad, es señal de que ya estamos llegando. Me levanto con antelación por mi torpeza, además hoy le llevo un paquete con ropa limpia, no quiero verlo hecho un pordiosero. Tras abrirse la puesta de cristal le entrego al funcionario mi DNI y el paquete, que cachearán arrugando toda la ropa que traigo planchada ¿Qué creen que puede llevarle una madre a su hijo? Noto que empiezo a ponerme nerviosa. No es por los funcionarios, el cacheo ni nada parecido. Me empiezo a sentir así porque muy pronto tendré en frente a mi hijo y no sé cómo estará o si me mentirá para no preocuparme. Cada noche, mientras mi marido duerme profundamente por la pastilla que toma, yo me derrumbo. No tengo que animar a su padre, ni mentir a su hermano que se encuentra lejos, a los vecinos, al panadero, a familiares y amigos ¡Ya puedo llorar! Mis lágrimas, enormes goterones que cruzan mi rostro, son mi mejor medicina. He de hacerlo por toda esta situación, por cómo vivirá mi hijo, por cómo afecta a su padre (que es una vela con cada día menos cera), por tanta ocultación y por mí. Es el único momento que estoy sola, y lo necesito. A lo largo del día la tensión constante no me lo permite, aunque sería yo misma quien no me lo permitiría. Entonces es la soledad, el silencio y el llanto que derramo un desahogo que alivian un poco mi corazón. Es lo único que tengo. Tras la larga espera entramos poco a poco, rezando para que no pite ese maldito arco y no perdamos más el tiempo. Yo sé que él me necesita, que desea que esté aquí y aquí estoy. Lo distingo a lo lejos, golpeando el cristal blindado de separación. Mi corazón se encabrita y voy lo más de prisa que puedo hacia él ¡Le quiero tanto!

 DOS

 ¡Está allí por tonto! De todos sus hermanos siempre ha sido el más torpe, desde niño: se caía en los charcos, le salía urticaria en las manos por tocar las ortigas, hasta le picaban más los mosquitos en la playa ¡Jesús! ¡Y ahora esto! Es mi hijo y también lo quiero, pero si me hubiera salido más normalito todo sería mucho más fácil ¿o no? Me he informado y me han dicho que esto de la prisión está mucho mejor que antes. Cuando Fito ingresó en los sesenta por el tema político (locuras de juventud, nada que no se corrigiera a tiempo) se armó un escándalo monumental, y ni papá pudo hacer nada, menos mal que sólo fueron cuatro meses y se pudo echar tierra al asunto. Sin embargo, ahora salen cada dos por tres en el telediario gente importante, por suerte ningún amigo nuestro, entrando y saliendo y parece no importarle a nadie. Por si acaso, esta vez hemos intentado llevarlo con mayor discreción, que tan sólo lo sepan aquellos relacionados directa o indirectamente con el problema. Como es lógico, hemos tenido que hacer algunas llamadas. Me encuentro en rojo todos los semáforos que hay en esta calle, con la prisa que llevo ¡Hala, otro semáforo más, esto es agónico! Lo quiero, a mi manera, pero lo quiero. Es mi hijo. Además, es un miembro de la familia, y eso basta. Lo importante es verle fuera cuanto antes, del resto ya me encargaré yo, que buena soy para eso. No soporto imaginar con qué clase de gentuza le habrán metido: extranjeros, yonquis y, sobre todo, enfermos de sida. Tengo yo una preocupación que no me deja ni dormir tranquila ¡Mira que si se lo contagia alguien! ¡Por Dios, no quiero ni pensarlo! Mi hijo enfermo de sida, una enfermedad tan terrible y mortal, y todos dirán que es un drogadicto, o algo peor, dirán que es homosexual ¡Que horror! La carretera está muy despejada, incluso alguno de los pocos coches que hay se aparta para dejar paso a mi Mercedes, llegaré con tiempo, seguro. Cada día que transcurre es un día más de peligro, y eso no lo soporto. Después de tantas llamadas y tantas promesas, lo cierto es que sigue dentro. Muchos son los que nos deben favores y ahora son muy pocos los que están dispuestos a devolverlos. Bien se ve quién es un amigo de verdad y quién un simple aprovechado. Su pareja ha podido verlo ya, fue la primera, pero para mí fue imposible. Fue tan repentino que he sido incapaz de ir, hasta hoy. Me ha dicho que está bien y que el sitio no es tan horrible como imaginamos. Ya veremos si no me lo ha pintado demasiado bonito. Con ella no tenemos demasiado contacto, no es oficial la relación que mantienen, pese a que a mí, sinceramente, me gusta. No es una apocada y sabe cómo tratar a los hombres ¡Qué envidia! ¡Seré tonta, no que estoy sintiendo envidia de una muchachita!, pero es que eso de manejar a los hombres no ha sido nunca mi fuerte. No lo era ya en el colegio, en mis primeras relaciones, y mira mi marido, es el mejor ejemplo. Él propone y dispone lo importante y a mí me deja las migajas: la casa, las relaciones sociales, algún acto benéfico y poco más ¡No quiero decir con esto que me queje, nada más lejos de mi intención, por Dios! ¿Qué hago yo pensando estas tonterías? No, sí lo que digo, me está volviendo loca todo este asunto ¡A ver cuando termina de una vez! Sinceramente, tengo un poco de miedo al encuentro. Ya veo la torre de vigilancia, prácticamente he llegado. Sí, miedo a que le hayan hecho algo, de verle herido o hundido su ánimo. Esto no se lo he confiado a nadie de los que están en el secreto, ni siquiera a mi marido, aunque tampoco lo iba a entender, sería entender a una madre. Porque  pese a que jamás le di de mamar ni le cambié pañal alguno, que para eso estaba el servicio, soy su madre y es lógico que sienta miedo por mi hijo, lo contrario sería una monstruosidad ¡un acto contra Dios! En cuanto entro los funcionarios fijan disimuladamente su mirada en mí. Sé que a mi edad aún resulto atractiva. Aunque no me siento guapa, nada guapa, me siento fea y dolida y herida y como si algo dentro de mi se hubiera roto y con dolor en el alma, y el miedo me pone nerviosa y eso no me gusta nada porque tengo miedo a dos cosas: a este horrible lugar y a mi hijo. Llevo meses casi sin saber nada de él. No sé cómo reaccionará al verme, y eso que se lo ha dicho antes su hermano mayor para que se preparara. Puede tratarme con la indiferencia con que lo ha hecho muchas veces o con júbilo, con la felicidad en sus ojos, como lo ha hecho otras. La segunda me daría la vida, pero la primera sería como la muerte, un dolor oscuro y crónico. Voy siguiendo al resto del grupo para no perderme en un lugar que hasta ahora me ha sido ajeno. Pronto veo un pasillo  que rodea las salas. Aún no lo veo, pero sigo avanzando entre las risas de los que ya están con sus seres queridos. Sí, Ahora sí. Está allí, al final, con una mano levantada para que pueda distinguirle entre todos ¿Será ese gesto una buena señal?

 TRES

 Todo empezó en su padre. Era un sinvergüenza y lo seguirá siendo toda su vida. Ese ya no cambia. Claro, yo era muy joven y muy tonta y recién llegada del pueblo a la ciudad y me encandiló con su cuerpo de junco y sus palabras musicales. Me quedé prendada y embrujada hasta que me encontré con un hijo, embarazada y yendo a verle a la cárcel. Si digo que todo empezó en su padre es porque lo sé, porque me tocó sufrirlo durante mucho tiempo, tanto que ya no recuerdo quién era esa muchacha que parecía enamorada. El vecino del cuarto es como un regalo del cielo para mí. Madruga cada fin de semana sólo para acercarme en su coche a la estación ¡Ahí está, puntual como siempre! Nos repetimos los saludos y hablamos durante algunos minutos, pero pronto nos encerramos en un silencio que nos gusta. El sueño acabó pronto. Sólo era fachada, un simple cobarde y nada más. Yo me veía luchando sola con los críos y fregando escaleras para tener algo que poner a la mesa, mientras él aparecía y desaparecía cada vez que le daba la gana y sin dar ninguna clase de explicaciones. Cuando regresaba, aparecía en la puerta con los brazos llenos de regalos y era como si olvidáramos nuestros enfados por sus ausencias. Pero llegó un momento en que ni eso funcionó. Los dos primeros chicos estaban creciendo y no les era ajeno lo ocurría en casa. Eso no fue bueno. Algo pasó que tendría consecuencias para siempre. No se puede crecer con rencor en el corazón. Me despido de mi vecino con los mismos agradecimientos de todos los fines de semana, él ya sabe que es mi ángel de la guarda. La estación de tren está solitaria y muy fría a esta hora. Mis huesos lo notan, ¡son ya muchos años yendo de un penal a otro para visitar a alguien de mi familia! Y al principio lo parecía, parecía que éramos una familia y que el futuro sería bueno ¡Qué tontería, qué ilusiones se hace una! Por eso no lo esperaba la primera vez que me pegó. Su mano enorme contra mi mejilla, ¡plaff! y yo tirada en el suelo. No tardó en pedirme perdón de rodillas, pero tampoco en volver a golpearme, cada vez con más saña. Llegó un día en que el mayor de mi hijos no pudo aguantar más y se enfrentó con él, discutieron y se pelearon hasta que mi marido se largó. Eso me quitó el miedo, pero todo comenzó a derrumbarse a mi alrededor. Mi hijo, tan valiente con su padre, fue un cobarde conmigo. Cada vez estaba más raro, más apático y callado y yo sin saber qué ocurría, muerta de preocupación hasta que una mañana no pudo esconderme los brazos y vi unas manchas amarillas y moradas. Entonces no sabía nada de las drogas, pero en cuanto las vi supe qué era eso. Lo intenté todo con él, los consejos, las buenas intenciones, la negociación, los desplantes, los castigos...todo, pero ella fue más fuerte. Poco después tuve otra vez que coger el camino hacia una cárcel. Todavía no estaba muy mal cuando entró, y no tardó mucho en salir. No sé a qué le cogió miedo allí dentro, pero cambió y estuvo muchos años alejado de cualquier problema. Para entonces, el mediano seguía sus pasos. Desde chico fue el más callado, parecía incluso responsable y serio ¡Sí, sí, luego descubrí que las mataba callando, el sinvergüenza, igualito que su padre! Bueno, los tres salieron a su padre, pero sacaron lo malo, que bueno también hay. Siempre tiene proyectos, planes de un futuro inmediato que lo arreglarán todo. Nada funciona, desde luego, pero mantiene la ilusión. Mis hijos jamás tuvieron esperanza. Conforme se iban haciendo mayores la expresión infantil desaparecía y sus caras no eran más que el dibujo de una derrota segura aún antes de iniciarse la lucha. No los juzgo porque también está el barrio. Casas de poco más de cuarenta metros cuadrados,  rodeados de polvo o barro dependiendo de la estación del año, el descampado de enfrente que cada día es más un basurero. Al barrio llegamos jóvenes y pobres, y vamos muriendo sin haber conseguido nada. Muchas fatigas y dolor, es lo que continúa siendo nuestra vida, aunque al menos somos amigos y procuramos echarnos una mano en lo que se puede. El tren se para en la estación, bajo y me dirijo a la parada del autobús, el último transporte. Ruta que tantas veces he realizado que la hago sin percatarme, pensando en otras cosas. Arranca en cuanto nos acomodamos todos y se pone en marcha. La heroína llegó al barrio sin que ninguno nos diésemos cuenta, supongo que no queríamos abrir lo ojos, quién sabe. Cuando tomamos cartas en el asunto fue demasiado tarde para algunos, como para mis hijos. El mediano y el pequeño robaban, atracaban o lo que hiciera falta para conseguirla, y el mayor volvió a engancharse por un matrimonio fracasado. No me gusta odiar, el odio es un pecado, lo sé, pero a esa maldita droga no puedo evitar odiarla con todas mis fuerzas ¡A destruido a todos mis hijos! Y me los ha ido arrancando o separado de mi lado. No quiero recordar porque no quiero llorar y que luego me vea con los ojos hinchados y se dé cuenta. Son muchas las lágrimas derramadas, son tantas que no sé cómo puedo soportarlo ¡Porque Dios me da fuerzas, porque sin Él estaría completamente loca! Aunque he estado cerca, muy cerca. Cuando un hijo de tus entrañas crece, cambia y te amenaza con un cuchillo para que le des dinero o algo que pueda vender la razón no sirve, todo pierde su sentido, su norte, y la vida, lo que creías hasta ese momento que era la vida, se derrumba dejando el mayor de los desconciertos ¿Qué puede hacer una en ese momento? ¡Volverse loca! Pero sigo aguantando, aunque sólo sea por el mayor. Tiene muchos años de condena que pagar, pero parece estar más centrado y con el programa de metadona estoy más tranquila. Ahora, yo sigo negándole dinero para que no tenga la tentación de comprar una papela. Confío en él, o necesito confiar en alguien, porque el mediano no tiene vuelta atrás. Llevamos años sin hablarnos y sé en qué prisión está por su hermano, aunque no pienso ir a verle. Los funcionarios ya me conocen, por lo que me saludan en cuanto llego y siempre intentan facilitarme el acceso para que no pase mucho tiempo de pie. Han puesto alta la calefacción y se está a gusto. Él procura ponerse en los primeros locutorios para que no tenga que andar mucho, pero hoy no lo veo. Parece que han llegado todos menos él ¡Ya está, algo le ha ocurrido!

SEGUNDA PARTE

 UNO

 ¡Ya estoy más tranquila! Ahora sé que está bien, incluso de ánimo, y con eso me encuentro mejor. Puedo relajarme un poco en el camino de vuelta. Y eso que si venir es una paliza, el regreso es todavía peor porque ya la ilusión se ha acabado y tiene que pasar otra semana completa para verle de nuevo. Al salir compruebo que faltan algunas madres de las que vinieron la semana anterior. Ven a su hijo una vez y no regresan jamás. Otras no vienen nunca. Yo no las juzgo, ya no juzgo a nadie, eso se lo dejo al Señor. Sus motivos tendrán, aunque su ausencia no significa que no sean una de nosotras, son madres, tienen a sus hijos dentro: eso es igual para todas. La única diferencia es su silencio. En el autobús me siento atrás, medio escondida, sé que no seré capaz de aguantar hasta la noche ¡Mi hijo, mi pequeño encerrado! Muchas veces ha estado lejos, que no sé yo que se le había perdido en esos países dejados de la mano de Dios, con hambre, miseria y calamidades por todas partes. Pero incluso cuando estaba tan lejos llamaba con cierta frecuencia y  sabía que podía regresar cuando quisiera. Pero ahora es imposible. Él está animado y procura siempre contagiármelo a mí. Tiene un nuevo compañero de celda y parece que se llevan bien. Al menos eso podré contárselo a su padre, que siempre me interroga. Yo, como es natural, le cuento que está muy bien y con buen humor, bastante depresión tiene ya para que le cuente penas. Al final se vuelve una cadena: mi hijo se anima a sí mismo para animarme a mí y yo animo a mi marido ¡Todos contentos! Pero ¿la realidad cuál es, qué está viviendo mi hijo en el sitio ese? Siempre ha sido muy loco y llevo toda la vida diciéndoselo, luchando para que cambie de actitud, pero no hay manera. Espero que esto le sirva de lección y se deje de chiquilladas. Bueno, la cárcel no es precisamente un juego de niños, pero él es todavía muy inmaduro y tiene muchos pájaros en la cabeza. Al menos he dejado de llorar, estoy más tranquila, pero tengo un nudo en el estómago que se me pone en cuanto me despido de él y no se me quita hasta mucho después. Es la angustia, yo sé que es la angustia, pero no es más que otra cosa con la que tengo que vivir, o sobrevivir, porque a ver qué clase de vida es ésta, mintiendo a todos, haciendo las cosas a escondidas, humillada y sufriendo por todos. También lloro por mí, pocas veces, pero hay momentos en que no puedo evitar sentir miedo a no ser capaz de aguantar esta situación, a estallar y liarme a dar gritos diciendo que mi hijo está preso, pero que no es un animal, que es normal, como todo el mundo, con sus grandezas y sus miserias, con sus cosas buenas y sus defectos, con sus certezas y sus miedos. Pero callo. Siempre callo y me guardo en mí todo aquello que lucha por salir, esa verdad que sólo causaría daño, más dolor sin ventaja alguna. Además, nadie puede entender esto si no lo ha vivido, no es expresable con palabras, está debajo de la piel y no lo puedes mostrar. De vez en cuando intercambio algunas frases con otras madres que vienen regularmente y nos conocemos, y, aunque sea bien poco lo que nos decimos, sabemos que entienden mejor que cualquier familiar, que cualquier amigo que tengamos. La ciudad se empieza a descubrir al fondo, triste y gris. Deseo que termine este viaje, comer con mi esposo, retomar mi vida diaria, pero por otro lado prefiero que el autobús vaya más lento y pueda alargar este rato que estoy sola. Ahora no necesito el sueño profundo de mi marido para interrogarme, para pensar en todo y en nada, en los demás y en mí misma. No quiero ser egoísta, pero cada vez es más fuerte el ahogo que siento en el pecho ¡Llevo tanto tiempo! Ya es poco lo que le puede quedar, tiene buen comportamiento y no se mete en líos,  al menos que yo sepa. Se lo repito cada vez que le veo: ¡Que te portes bien! ¡Que no te metas en problemas! ¡Que pienses en salir cuanto de aquí! Él siempre me promete que lo hace e insiste en que no me preocupe, que no quiere darme más disgustos y que pronto saldrá y estaremos de nuevo juntos ¡El pobre, animándome siempre! También se enfada porque vengo todas las semanas a verle, que estoy mayor y muy mal de las piernas para hacer tanto esfuerzo, me dice. Pero yo sé que me necesita, cuando regrese tendré tiempo de ir al médico y operarme. No puedo dejarlo solo, en esto precisamente no puedo. Tiene que saber que siempre estoy y estaré  su lado, luego ya le echaré una bronca de las mías y le daré un buen tirón de orejas por hacernos sufrir tanto a su padre y a mí. Le ataré en corto y pienso saber lo que hace en todo momento, porque esto no se vuelve a repetir ¡Eso lo tiene que tener claro! Estoy molida y me duelen las piernas muchísimo, menos mal que veo ya la casa. Ha terminado por hoy, pero la  semana que viene todo será, más o menos, igual.

 DOS

 ¡Al menos se encuentra limpio, ya es algo! Me lo imaginaba más gris y más tétrico, pero no, es luminoso  y ordenado ¡Eso me gusta! El niño no está bien, no he tenido más que mirarle a la cara, aunque quisiera hacer de machito conmigo sé esto puede matarlo, es demasiado débil para un lugar como éste ¿No tiene mi marido un amigo del ministro? ¡Pues no entiendo qué hace aquí todavía! Aunque tenga que coger el teléfono y llamar yo misma a su mujer, pero no puede permanecer más tiempo aquí. Es lo único importante en este momento, cuando regrese a casa ya estudiaremos con calma todo el asunto. Salimos como borregos por la puerta de acceso al aparcamiento y me apresuro hacia el coche. Dentro de él me siento protegida, ese mundo tan triste y feo queda fuera, no puede tocarme. Una cosa está clara: ¡aquí no vuelvo! No puedo, me ahogo, me entra claustrofobia y lo paso fatal. Decidido: no vuelvo. Y es que tampoco va a ser necesario, pues lo saca hoy mismo ¡Seguro que lo consigue! Está muy delgado y muy cariñoso, ahora estoy más relajada. Echaba de menos sus mimos y sus zalamerías. Cuando quiere es capaz de embaucarte, aunque no tenga malicia alguna. En la carretera reduzco la velocidad, no deseo llegar a casa todavía, antes necesito coger aire, respirar, salir de este ahogo. Lo cierto es que son escasas las ocasiones que tengo para estar sola y pensar un poco. Siempre con obligaciones, siempre resolviendo problemas a unos y a otros, siempre organizando algo o atendiendo a alguien. Es muy poco incluso lo que hablo con mi esposo. Nos ponemos de acuerdo en nuestras respectivas agendas, pasamos revista a la situación familiar o comentamos el último cotilleo del grupo. Conversación familiar y social. No recuerdo la última vez que hablamos de nosotros, es como si nuestro matrimonio se hubiera disuelto en la familia y ya no existiera por sí mismo. No sé si aún me quiere o sólo está acostumbrado a mi compañía, al rol que represento fuera y en la intimidad ¿Acaso yo sigo queriéndole? ¡Cómo no voy a quererle si es mi esposo y el padre de mis hijos! ¡Qué locuras pienso!, y sin embargo, recuerdo cierta muchachita preciosa, enamorada de un joven fuerte, simpático y lleno de vida ¿Dónde están ahora los dos?... Jamás había pensado algo parecido. Acabo de dejar a mi hijo en la cárcel y me pongo a pensar excentricidades ¡No puedo estar bien! Es lógico, cómo no me iba a afectar que esté allí encerrado, tan delgado. Él nunca ha sido fuerte, pero nunca había perdido tantos kilos como ahora. De niño era como un rabo de lagartija, escuchimizado pero sin parar un segundo de correr y jugar. Cuando en verano íbamos a la playa, se metía en el mar y tardabas horas en verlo regresar. Luego jugaba en la arena, reía solo y parecía feliz. Yo lo miraba, lo observaba en silencio, como distraída, para que él siguiera y la magia del instante perdurara. Me sentía la mujer más plena del mundo por ser precisamente madre, la madre de ese ser indefenso, inocente y feliz, tan feliz como probablemente no lo habrá vuelto a ser. Aunque qué sé yo de su vida, si ha sido dichoso o no, hace mucho que ese niño murió y el jovencito que lo sustituyó se fue alejando de mí... o quizá fuese yo quien se fue separando, quien ya no entendía al hombre y sus problemas me daban incluso un poco de miedo. Hay tantas preguntas sin respuesta que para qué voy a formulármelas. Yo siempre he pretendido ser una buena madre, y creo que lo he sido. No todo serán éxitos, habré cometido mis errores, pero mi intención ha sido siempre educarlos y que tuvieran lo mejor, que fueran responsables y que supieran llevar con orgullo y la cabeza bien alta el apellido de la familia. Es posible que con el pequeño me haya equivocado, pero no lo sé ¿Es culpa mía que se encuentre ahora donde está? ¡No, yo no lo creo! ¡Ha sido su responsabilidad, o mejor dicho, su falta de ella, porque hace cada cosa que no sé ni cómo calificarla! Yo no digo que no haya sido algo blanda con él, que le haya protegido más de una vez de su padre, que le haya salvado en el último momento, pero de eso a ser culpable media un abismo, y no paso por ahí. El único responsable es el chico, y las pagará. Pero ahora lo más importante es que salga de allí. La carretera de circunvalación está tan vacía como el resto. Todo casi desierto ¡Mejor, necesito llegar a casa! Sí, aunque haya que rogar al mismísimo Presidente, pero tiene que salir de ese sitio. Me ha dicho que no es tan malo, que hay una biblioteca y que puede leer, siempre le ha gustado mucho la lectura, pero quién sabe si me lo ha dicho únicamente para animarme, para que no me preocupe, para que no sepa la verdad del horror de ese lugar... ¡Me estoy empezando a preocupar!, estoy fatal de los nervios y no deseo volverme una histérica, desde jovencita detesto las histéricas. Ya falta poco para llegar, así que relájate, habla con él, exponle la gravedad de la situación y que haga las llamadas oportunas. Me he dado cuenta de que tengo una necesidad enorme de abrazar a mi hijo. No recuerdo cuando fue la última vez ¡Ya veo mi casa, qué alegría estar de vuelta! ¡Necesito un baño caliente!

 TRES

 ¡Dios mío, qué susto! Al ver que estaban todos menos él me  he temido lo peor, pero no se trataba más que de la limpieza del módulo,  un retraso de cinco minutos. Luego ha llegado sonriendo y pidiéndome disculpas y mi corazón ha vuelto a su sitio. Está más gordito, se nota que ha cogido algo de peso, aunque sigue estando en los huesos. El tratamiento le está empezando a hacer efecto y eso es positivo, muy positivo ¡Al fin una buena noticia! Subo al autobús más expresiva que otros días, y es que no acostumbro a hablar con nadie, más por timidez que por otra cosa. Pero me siento contenta, necesito un mínimo de esperanza por el que continuar. También por mis hijos, no puedo permitir que se hundan más. A pesar de todo no son malos chicos, en el fondo no tienen maldad alguna, es esa droga que los transforma y se vuelven capaces de cualquier cosa por conseguirla ¡Si me hubiera dado cuenta antes! ¿Qué hubiera hecho, qué podría haber hecho? Porque con el segundo ya lo sabía, y no tuve ningún éxito. El mayor en la cárcel y los otros dos robando y atracando: era fácil saber dónde iban a terminar. Al final, hartos de mí, de mis reproches y amenazas, se fueron de casa, y eso fue peor porque no sabía nada de ellos, dónde estaban o qué hacían. Fue una época muy amarga. Mi esposo dejó de perseguirme y meterme en problemas. Lo que tantos años había deseado se cumplía al fin, ya no volvería a tener miedo de él, de su agresividad, de ese sentimiento de posesión suyo que me esclavizaba a mí. Ya no necesitaría mentir en el hospital cada vez que iba a urgencias, ya no necesitaría esconderme para que no me reconociesen en el barrio y averiguaran la verdad, aunque todos sabían. Me libré de él y lo único que tuve fue la soledad de la casa vacía. Ya no tenía matrimonio ni familia. No tenía nada. Vagaba por la casa perdida, sin encontrar qué hacer. Salía de trabajar y era el peor momento del día. Fregaba portales y escaleras ocho, nueve, diez horas, todas las que podía para no tener que regresar a una casa que ya no era un hogar, si es que alguna vez lo fue. Mi miedo era el silencio. Metida en la cama, rendida por el trabajo, no podía dormir, sólo escuchar ese acusador silencio. No había sabido ser ni esposa ni madre. Nada de lo que soñé se había cumplido y la realidad superaba mis peores pesadillas. El dolor por lo que eran mis hijos se había transformado en dolor por su ausencia. Necesitaba que todos estuvieran cerca de mí, pero eso ya no será posible. Está el día triste. Espero que el tren no tarde mucho, no me apetece demasiado esperar con este frío. Yo aún sigo echándole la culpa al mediano porque no se fueron juntos, ¡él se lo llevó! Fueron más de tres años sin saber de él, y eso es mucho tiempo. Muchas noches. Mucho silencio. No quiero pensar como una loca, pero la poca alegría que me ha dado el ver mejor a mi hijo se me ha quitado. No sé cómo, poco a poco, pensando. Ahora me siento triste y vieja y muy cansada. El tren me salva con su calor aliviando el dolor de mis huesos, que siempre me duelen en días como éste. No debería pensar tanto, pero si no lo hago acabaré hablando sola y eso me da todavía más miedo. Una noche sonó el teléfono, era el mediano que preguntaba por el chico ¡Se lo había llevado, años sin saber nada de ninguno de los dos y me llama para preguntarme a mí! Las piernas me temblaron y temí lo peor. Le pregunté qué había pasado, le rogué que volviera a casa y me lo contara todo con calma. Pero una vez más fue cruel, colgó sin despedirse y no vino, ni esa noche, ni al día siguiente ni al siguiente ni al siguiente. Yo rezaba y pedía a Dios que no les pasara nada. Las oraciones en mi propia voz parecían llenar la casa, como si todo se redujera al sonido. Pedía por mis hijos, ni tan siquiera por mí y por ese dolor que me estaba destruyendo, tan sólo por ellos. Rogaba porque fueran capaces de curarse de esa maldita adicción. Nada más. Ni que fuesen ricos o más guapos. Tan sólo eso, que se curasen. Pero parece que Dios no me escuchó. Tuve que hacerlo yo sola. Me puse en marcha y movilicé a la gente del barrio para que intentaran averiguar qué había ocurrido y cómo estaban mis hijos. Fueron muchas horas de ansiedad, de una espera insufrible regada de vasos de café ¡Parecía que se los había tragado la tierra! Agotada dormí unas horas, me despertaron los golpes en la puerta. Al abrir entró otro chico destrozado como tantos otros y que conocía a mis hijos desde pequeños para contarme lo que se sabía: al parecer se produjo un atraco en una gasolinera en  el que ellos no tuvieron nada que ver, pero la policía fue a detenerlos. Se separaron para que fuera más difícil atraparlos, y hasta ahora. No se había vuelto a saber nada de ellos ¡Al menos estaban bien! Le agradecí se ayuda y le rogué que si veía a alguno de ellos les dijera que vinieran a casa, que ahí estaba su madre para todo lo que les hiciera falta. El sentimiento era muy bueno, pero nada práctico. La policía lo primero que hizo fue poner vigilancia a la casa. Los días se iban sucediendo, pero  nada nuevo se sabía. Semanas después se aburrieron y quitaron la vigilancia. Yo no sabía qué pensar, si el que se hubieran marchado era una buena o mala noticia. Trabajaba para agotarme, para que físicamente estuviese tan cansada que me rindiera al sueño, aunque rara vez lo conseguía. Cuando peor estaba sonó el timbre de la casa. Sabía que ese sonido era el suyo, era él ¡Mi pequeño! Entró, se sentó y supe con una certeza absoluta que jamás volvería a salir del lugar al que había regresado. Estoy llegando a la parada del tren. Me dirijo a la puerta que se abre en el momento en que se detiene. Bajo despacio y me encamino a la parada del autobús que va al barrio. A la vuelta no tengo la ayuda de mi vecino del cuarto y su coche. La camioneta está parada, pero no tarda en iniciar el camino. Me alegro de la suerte que he tenido con el transporte. Sentado en el sofá, con su cazadora de cuero negro, intentando sonreír mientras intentaba engañarme, no tuve que mirarle mucho para saber que estaba muy enfermo. Era puro hueso, la poca carne se escurría sin encontrar acomodo, la boca casi sin dentadura farfullaba más que hablaba, las manchas, los granos, las heridas. Todo me decía que estaba muy mal. Pero lo tenía a mi lado, había vencido a la soledad. Me concentré en él, lógico, qué iba a hacer. Yo no tengo estudios, pero sé lo que la vida me ha enseñado, y lo primero es sobrevivir. Empecé con purés y lácteos, luego poco a poco comida más sólida. Él se dejaba hacer sin convicción, por no contrariarme. Comía todo lo que podía y se tomaba la medicación, ¡y mira que eran pastillas! Se portaba muy bien, pero incluso cuando sonreía era consciente de que su lucha por la vida estaba perdida. En aquellas semanas le pregunté varias veces y todas me negó que siguiera consumiendo, pero eso era algo de lo que nunca podía estar segura. El caso es que comenzó a ir para atrás, a estar más delgado y amarillo, pero me prometía una y otra vez que no tomaba nada. Cuando supe la verdad mi hijo se encontraba en mis brazos. Le pedía una y mil veces que me perdonara por no haber confiado en él y me perdonaba poniendo su mano en mi boca. Al final callé para llorar, sin ruido, bajando cada lágrima lentamente. Le estreché aún más fuerte para que no se fuera, pero ya todo era inútil. Me aferré a su cuerpo huesudo hasta que me pidió que lo dejara marchar ¿Cómo podía pedir eso a una madre? ¡Jamás, jamás lo consentiría! Una y otra vez, muy bajito y muy despacio me decía que le dejara marchar, que ya no podía más, que quería irse para siempre. Mis lágrimas se mezclaban con las suyas y el llanto era uno, pero el dolor no, el mío era muy distinto. Siguió insistiendo con su vocecilla hasta que le dejé marchar. Entre mis brazos le dejé marchar y aún no sé si cometí el más horrible de los pecados. Dios me juzgará. Mientras, cada día continúo  pagando por ello.