Antonio Palma
Era un armario: uno noventa
de altura, espaldas anchas como Castilla y zapatos en los que casi podía
uno navegar. Pero lo cierto es que no tenía nada de gracioso y, además,
era el que mandaba. Yo entré en el ala psiquiátrica de enfermería por
un problema de depresión agudizado por el consumo de tóxicos.
Necesitaba tranquilidad y consideré que era el único sitio donde podría
encontrarla. Y al principio funcionó. Nada más llegar me asignaron una
habitación en la que estaba un amigo de mi mismo módulo, un chico
tranquilo que, otro más, había caído en la dependencia de las
sustancias químicas. Al poco me relacionaba con todos, incluso se podía
decir que hicimos un buen grupo: es lo que tiene esta vida de
inmediatez, actúas en el presente sin importante el futuro porque
ninguno lo tenemos hasta que no salgamos de aquí. Nos calmábamos en
nuestros momentos más graves, cuando las lágrimas te inundan, el alma
te duele lo indecible y no sabes bien el motivo. Es descifrar esa causa
lo único que te cura, pero yo en aquellos días estaba aún lejos de
saberlo, como el resto de mis compañeros. Así, no nos quedaba otro
remedio que apoyarnos entre nosotros, como tullidos de distintos
miembros que se acoplan para recomponer un equilibrio parecido a una
persona de una pieza. En todo caso, la mayor parte del tiempo la consumíamos
durmiendo, que es como una manera pequeñita e inofensiva de morir, y la
medicación que nos suministraban nos ayudaba mucho a ello. El resto era
leer alguna cosa: periódico, revista o libro, daba igual, y cruzar
infatigablemente el pasillo de un extremo al otro en silencio,
reconcentrados en nuestro mental desconcierto. Pero por esa frágil
estabilidad teníamos que pagar un precio, y ese precio era él.
Era tan sólo uno más de los presos, pero el poder que se le había
concedido lo hacía terrible. Siempre vigilante de todo lo que sucedía,
incluso del volar indeciso de una mosca, siempre paseando su enorme
cuerpo de un rincón a otro como si tuviera un montón de cosas
improrrogables que hacer, aunque todos sabíamos que sus funciones básicas
eran muy pocas y de una complejidad acorde con su minúscula masa
cerebral, siempre buscando algo en lo que poder demostrar su
implacabilidad, y cuando lo encontraba aparecía su verdadera
personalidad. Conmigo fue hostil desde el primer momento, algo en mi
forma de ser lo irritaba profundamente, aunque ni el mismo debía saber
qué. La primera discusión se produjo por una nimiedad, pero
significaba un primer toque de atención. Para hacerlo más creíble, a
un compañero que insistió más de lo que consideró oportuno lo tiró
al suelo, se sentó sobre su pecho mientras se oía el crujir de un par
de costillas rotas, y con toda frialdad, explicitando que no se trataba
de nada personal, empezó a darle con los dos puños en la cara. El
funcionario presente (en estos casos siempre hay uno o dos por lo menos)
le puso una mano en el hombro y le dijo que ya era suficiente. Paró al
instante y en unos segundos desapareció en compañía del responsable
legal. Atendimos al compañero entre todos lo mejor que pudimos, aunque
era bien poco lo que podíamos hacer, mientras la rabia nos hacía
proferir insultos y amenazas contra el violento perro de presa. De
pronto se abrió la puerta y entraron los de blanco, sujetaron al herido
por los hombros y se lo llevaron con toda diligencia. Al cerrarse la
puerta tras ellos se hizo un espeso silencio: todos sabíamos que eso sólo
podía significar la celda acolchada de aislamiento, una celda dentro de
otra celda dentro de una prisión: el rincón más olvidado. La
normalidad no tardó en restablecerse y volvimos a la rutina diaria,
pero en la mente de todos estaba lo sucedido. Personalmente me afectó
mucho, baste decir que confieso que sentí
verdadero miedo por primera vez, y me alejaba de él en cuanto
podía como medida preventiva porque sabía que terminaría por suceder
algo, su trato y, en especial, su mirada clavada en mí me lo predecía.
Y no trató en suceder la primera fricción. A la hora de comer llegó
una doctora del propio Centro para hablar conmigo, saber cómo me
encontraba y todo eso. Estuvimos un rato hablando y cuando terminé y
llegué al comedor estaba cerrado y él
esperándome en la puerta. Al lado, sobre una caja, estaba la
bandeja con mi almuerzo. Me dijo que por llegar a esas horas tendría
que comer ahí, de rodillas junto a la caja. Le conteste con rabia
contenida que ya no tenía hambre y que, de todas formas, el arroz y el
pollo ya estaban congelados. Me limité a coger la bandeja y vaciar su
contenido en el cubo de basura. Fue un gesto inocente, y, además, nadie
te puede obligar a comer, pero para él
supuso un insulto. Hinchó su pecho, me clavó su mirada de asesino y me
dijo sin levantar la voz que recogiese los muslos de pollo y me los comiera. Mi primera reacción fue contestarle, pero el
miedo me venció. Hurgué en el cubo, recogí con un asco infinito una
de las piezas y empecé a morderla con más humillación que
repugnancia. Me sentía como si ese cabrón me violara la voluntad, pero
no había otra salida. Al poco me dijo que ya estaba bien y que me
marchara a mi habitación. Lo primero que hice al entrar fue dirigirme
al baño, vomitar todo el contenido del estómago y enjuagarme la boca
con dentífrico una, dos, tres veces...Fue un momento que me hundió más
en mi depresión, en mi miedo, en el llorar convulso, como si la pequeña
calma en la que había permanecido los últimos días se hubiera hecho añicos.
Decidí volverme invisible para él,
y lo conseguí durante un tiempo, justo el que necesité para
reconstruir los pedazos que me había dejado. Cesaron las lágrimas e
incluso conseguía sonreír alguna que otra vez, siempre por el esfuerzo
de mis compañeros. Los días se sucedían y creí que el horror había
quedado atrás, quizá por ello bajé la guardia. Por eso y por la
visita de las hermanas. Los
domingos venía el capellán de la prisión y oficiaba la misa en el
comedor habilitado de la mejor manera para ello, pero los sábados por
la tarde venían de visita dos monjas que nos traían su cariño, su
alegría, su comprensión. También nos daban algún caramelo o
cigarrillos sueltos a los que fumaban, pero era la dulzura de su amor lo
que nos hacía sentirnos humanos, y eso es especialmente importante en
un sitio como aquel. Incluso él parecía tener un corazón debajo de
ese aspecto repulsivo. No era de la misma secta cristiana que las hermanas,
pero las trataba con ecuménico cariño, como si de un fiel bondadoso se
tratara. Era el único momento en el que te hacía dudar de su verdadera
naturaleza, pero en cuanto marchaban se quitaba la careta y nos lo hacía
saber con toda contundencia. Estaba con otros compañeros poniendo otra
vez en orden el comedor cuando una silla se cayó con más ruido que
peligro, pero al instante apareció en el marco de la puerta preguntando
quién la había tirado. Al contestarle que yo, no me dio tiempo a
explicarle que se trataba se algo involuntario. Para entonces tenía
marcados sus cinco dedos en un lado de mi cara. Al sentir la segunda, la
tercera, la cuarta bofetada no pude resistir más y me lancé contra él con todas mis fuerzas. Fue un tremendo error. En dos patadas
deshizo el orden de mesas y sillas y dejó un espacio lo suficiente
amplio para poder moverse con libertad. Lo primero que sentí fue una
patada en el estómago que me hizo doblarme sobre mí mismo, lo que
aprovechó para combinar sus puñetazos con golpes de rodillas. Empezaba
a sangrar por la nariz y la boca, lo que no me permitía ver casi nada
de lo que estaba sucediendo. El dolor no llegaba y eso me hacía vencer
el pánico, a lo que me aferraba con desesperación. No fue necesario
aguantar mucho tiempo, una punzada en la base de la cabeza hizo que todo
empezara a dar vueltas hasta desaparecer en la negrura. Cuando recobré
el conocimiento me encontraba en la celda acolchada, curado y vendado, y
con todo el cuerpo dolorido, pero mitigado por el efecto de algún fármaco
inyectado. No se por qué, pero en medio de todo aquello sólo pude
pensar en el falso corazón de la bestia. |