S.B.H.A.C.

Sociedad Benéfica de Historiadores Aficionados y Creadores - nº 2

Escritores Imposibles

Sáinz-Rozas

Blacksmith

Honorio

El Wili

Antonio Palma

Mario Meléndez

Escritores imposibles

Antonio Palma

Era un armario: uno noventa de altura, espaldas anchas como Castilla y zapatos en los que casi podía uno navegar. Pero lo cierto es que no tenía nada de gracioso y, además, era el que mandaba. Yo entré en el ala psiquiátrica de enfermería por un problema de depresión agudizado por el consumo de tóxicos. Necesitaba tranquilidad y consideré que era el único sitio donde podría encontrarla. Y al principio funcionó. Nada más llegar me asignaron una habitación en la que estaba un amigo de mi mismo módulo, un chico tranquilo que, otro más, había caído en la dependencia de las sustancias químicas. Al poco me relacionaba con todos, incluso se podía decir que hicimos un buen grupo: es lo que tiene esta vida de inmediatez, actúas en el presente sin importante el futuro porque ninguno lo tenemos hasta que no salgamos de aquí. Nos calmábamos en nuestros momentos más graves, cuando las lágrimas te inundan, el alma te duele lo indecible y no sabes bien el motivo. Es descifrar esa causa lo único que te cura, pero yo en aquellos días estaba aún lejos de saberlo, como el resto de mis compañeros. Así, no nos quedaba otro remedio que apoyarnos entre nosotros, como tullidos de distintos miembros que se acoplan para recomponer un equilibrio parecido a una persona de una pieza. En todo caso, la mayor parte del tiempo la consumíamos durmiendo, que es como una manera pequeñita e inofensiva de morir, y la medicación que nos suministraban nos ayudaba mucho a ello. El resto era leer alguna cosa: periódico, revista o libro, daba igual, y cruzar infatigablemente el pasillo de un extremo al otro en silencio, reconcentrados en nuestro mental desconcierto. Pero por esa frágil estabilidad teníamos que pagar un precio, y ese precio era él. Era tan sólo uno más de los presos, pero el poder que se le había concedido lo hacía terrible. Siempre vigilante de todo lo que sucedía, incluso del volar indeciso de una mosca, siempre paseando su enorme cuerpo de un rincón a otro como si tuviera un montón de cosas improrrogables que hacer, aunque todos sabíamos que sus funciones básicas eran muy pocas y de una complejidad acorde con su minúscula masa cerebral, siempre buscando algo en lo que poder demostrar su implacabilidad, y cuando lo encontraba aparecía su verdadera personalidad. Conmigo fue hostil desde el primer momento, algo en mi forma de ser lo irritaba profundamente, aunque ni el mismo debía saber qué. La primera discusión se produjo por una nimiedad, pero significaba un primer toque de atención. Para hacerlo más creíble, a un compañero que insistió más de lo que consideró oportuno lo tiró al suelo, se sentó sobre su pecho mientras se oía el crujir de un par de costillas rotas, y con toda frialdad, explicitando que no se trataba de nada personal, empezó a darle con los dos puños en la cara. El funcionario presente (en estos casos siempre hay uno o dos por lo menos) le puso una mano en el hombro y le dijo que ya era suficiente. Paró al instante y en unos segundos desapareció en compañía del responsable legal. Atendimos al compañero entre todos lo mejor que pudimos, aunque era bien poco lo que podíamos hacer, mientras la rabia nos hacía proferir insultos y amenazas contra el violento perro de presa. De pronto se abrió la puerta y entraron los de blanco, sujetaron al herido por los hombros y se lo llevaron con toda diligencia. Al cerrarse la puerta tras ellos se hizo un espeso silencio: todos sabíamos que eso sólo podía significar la celda acolchada de aislamiento, una celda dentro de otra celda dentro de una prisión: el rincón más olvidado. La normalidad no tardó en restablecerse y volvimos a la rutina diaria, pero en la mente de todos estaba lo sucedido. Personalmente me afectó mucho, baste decir que confieso que sentí  verdadero miedo por primera vez, y me alejaba de él en cuanto podía como medida preventiva porque sabía que terminaría por suceder algo, su trato y, en especial, su mirada clavada en mí me lo predecía. Y no trató en suceder la primera fricción. A la hora de comer llegó una doctora del propio Centro para hablar conmigo, saber cómo me encontraba y todo eso. Estuvimos un rato hablando y cuando terminé y llegué al comedor estaba cerrado y él esperándome en la puerta. Al lado, sobre una caja, estaba la bandeja con mi almuerzo. Me dijo que por llegar a esas horas tendría que comer ahí, de rodillas junto a la caja. Le conteste con rabia contenida que ya no tenía hambre y que, de todas formas, el arroz y el pollo ya estaban congelados. Me limité a coger la bandeja y vaciar su contenido en el cubo de basura. Fue un gesto inocente, y, además, nadie te puede obligar a comer, pero para él supuso un insulto. Hinchó su pecho, me clavó su mirada de asesino y me dijo sin levantar la voz que recogiese los muslos de pollo y  me los comiera. Mi primera reacción fue contestarle, pero el miedo me venció. Hurgué en el cubo, recogí con un asco infinito una de las piezas y empecé a morderla con más humillación que repugnancia. Me sentía como si ese cabrón me violara la voluntad, pero no había otra salida. Al poco me dijo que ya estaba bien y que me marchara a mi habitación. Lo primero que hice al entrar fue dirigirme al baño, vomitar todo el contenido del estómago y enjuagarme la boca con dentífrico una, dos, tres veces...Fue un momento que me hundió más en mi depresión, en mi miedo, en el llorar convulso, como si la pequeña calma en la que había permanecido los últimos días se hubiera hecho añicos. Decidí volverme invisible para él, y lo conseguí durante un tiempo, justo el que necesité para reconstruir los pedazos que me había dejado. Cesaron las lágrimas e incluso conseguía sonreír alguna que otra vez, siempre por el esfuerzo de mis compañeros. Los días se sucedían y creí que el horror había quedado atrás, quizá por ello bajé la guardia. Por eso y por la visita de las hermanas. Los domingos venía el capellán de la prisión y oficiaba la misa en el comedor habilitado de la mejor manera para ello, pero los sábados por la tarde venían de visita dos monjas que nos traían su cariño, su alegría, su comprensión. También nos daban algún caramelo o cigarrillos sueltos a los que fumaban, pero era la dulzura de su amor lo que nos hacía sentirnos humanos, y eso es especialmente importante en un sitio como aquel. Incluso él parecía tener un corazón debajo de ese aspecto repulsivo. No era de la misma secta cristiana que las hermanas, pero las trataba con ecuménico cariño, como si de un fiel bondadoso se tratara. Era el único momento en el que te hacía dudar de su verdadera naturaleza, pero en cuanto marchaban se quitaba la careta y nos lo hacía saber con toda contundencia. Estaba con otros compañeros poniendo otra vez en orden el comedor cuando una silla se cayó con más ruido que peligro, pero al instante apareció en el marco de la puerta preguntando quién la había tirado. Al contestarle que yo, no me dio tiempo a explicarle que se trataba se algo involuntario. Para entonces tenía marcados sus cinco dedos en un lado de mi cara. Al sentir la segunda, la tercera, la cuarta bofetada no pude resistir más y me lancé contra él con todas mis fuerzas. Fue un tremendo error. En dos patadas deshizo el orden de mesas y sillas y dejó un espacio lo suficiente amplio para poder moverse con libertad. Lo primero que sentí fue una patada en el estómago que me hizo doblarme sobre mí mismo, lo que aprovechó para combinar sus puñetazos con golpes de rodillas. Empezaba a sangrar por la nariz y la boca, lo que no me permitía ver casi nada de lo que estaba sucediendo. El dolor no llegaba y eso me hacía vencer el pánico, a lo que me aferraba con desesperación. No fue necesario aguantar mucho tiempo, una punzada en la base de la cabeza hizo que todo empezara a dar vueltas hasta desaparecer en la negrura. Cuando recobré el conocimiento me encontraba en la celda acolchada, curado y vendado, y con todo el cuerpo dolorido, pero mitigado por el efecto de algún fármaco inyectado. No se por qué, pero en medio de todo aquello sólo pude pensar en el falso corazón de la bestia.